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«Prometo volver» Eso fue lo que me dijeron y me hicieron creer cuando el lugar fue bombardeado. Traerme a éste bunker, donde ahora la soledad es mi única compañía y el silencio es la melodía que resuena en el lugar, al principio, me pareció una buena idea, pero después me convencí de que, en realidad, fue lo peor que pudieron haberme hecho. Aquellas dos palabras, que recordaba con cada minuto que pasaba, fueron las más dolorosas e hirientes que me habían dicho en mi vida, aunque en su momento no puedo negar lo tranquilizadoras y reconfortantes que sonaron. A decir verdad, aquellas palabras fueron las últimas que escuché decir a una persona, y aunque sea difícil de creer, ya no recordaba con claridad el tono de voz con el que me lo había dicho.

Me quitaron la vida, tal vez sin querer, o tal vez a propósito, el punto es que ahora estaba muerta; ya no podía sentir, no tenía porqué sonreír, no tenía porqué alegrarme, ni siquiera llorar, ya lo había hecho tantas veces que consideré el acto como una estupidez. Había llegado a un punto en el que ya no sentía absolutamente nada, sólo el ligero palpitar de mi corazón; había tocado fondo y ahora me encontraba en un estado de equilibrio perfecto que no me permitía sonreír, pero tampoco llorar.

Han pasado cuatrocientos días exactos desde que se marcharon, dejándome completamente sola en el frío bunker, quién sabe cuántos metros bajo tierra. Jamás volví a ver el sol, jamás volví a sentir lo cálido que era, como pegaba en mis pupilas, en mi rostro y en todo mi cuerpo; extrañaba tanto la brisa, la tierra húmeda, los amaneceres y atardeceres llenos de color, y sobre todo, el cantar de las aves cada mañana. Necesitaba volver a sentir ese aire tan fresco en mis pulmones, entrando y saliendo de una manera placentera, llenarlos todo lo que pudiese y expulsarlo con cuidado, como si el mundo necesitara de mi respiración. Todos los días pensaba en lo mismo, y me imaginaba lo bueno que habría podido ser todo aquello ahora; antes eran cosas insignificantes a mi parecer, pero ahora, eso que había parecido insignificante, era lo que más extrañaba, y lo que más me dolía era no haber disfrutado de ello en su momento, incluso de las cosas malas.

Miraba el techo y recordaba cada momento que vivía en el exterior; extrañaba manejar la bicicleta hasta tarde, respirar ese olor grato a pasto, sentir como la brisa acariciaba mi piel con cada pedalear, o caerme miles de veces y rasparme las rodillas, sobre todo eso, aunque parezca ilógico, necesitaba sentir el ardor que producía una herida, necesitaba correr a casa llorando en plena caída de la noche y decirle a mi madre que me curara, necesitaba que sus labios me besaran la frente para calmarme, necesitaba vivir de nuevo, necesitaba sentir... quería que todo volviera a la normalidad.

Anhelaba ver las estrellas brillar en el cielo; que el sereno me diera un fuerte resfriado, deseaba volver alimentar a las gallinas del molino, o subirme a la yegua y cabalgar por la llanura de lugar, bañarme en una quebrada y escalar árboles hasta llegar a la cima; solía ser fácil subir, pero no bajar, quizás porque me daba miedo caer. Recordaba a mi madre gritándome «¡baja de ese árbol, ahora! ¿Estás loca? Podrías morir». Recuerdo haberle hecho caso omiso una vez y, por poco, me caigo, por suerte, me sujeté lo suficientemente fuerte como para no terminar en el suelo, adolorida, con tres costillas rostas, la columna vertebral con fuertes fracturas e inválida; luego de aquel incidente, me subía a los árboles a escondidas. Incluso, estaba empezando hacer mi propia casa de troncos secos que encontraba por ahí, más allá de la llanura, absolutamente nadie sabía del lugar, solo yo, y ahí iba cuando me sentía triste.

ÉLITE | Ciudad de Acero ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora