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Pintar reconfortaba mi alma, incluso si se trataba de las uñas de mi abuela. 

Sin duda alguna, la parte que más disfrutaba de mis vacaciones era sentarme ahí, en la pequeña sala de estar, y decorar sus manos con ese rojo tan bonito que a ella tanto le encantaba. Lo hacía con todo el cuidado que podía tener... cada año, mi abuela Alba se hacía más pequeña y arrugada, y daba la sensación de que pronto desaparecería. 

—Matías, mi dulce y precioso Matías —habló suspirante y con aires de nostalgia—. Estás tan grande. Ya pronto serás un adulto y dejarás de visitar a esta pobre anciana. 

—Ay, abuela... ¿cómo se le ocurre eso? Yo jamás dejaría de visitarla. —Al terminar, guardé las pinturas y me acerqué a abrazarla cuidadosamente—. Mire ya la hora, tengo que salir. Volveré más tarde. 

—Vaya, mijo. Dios te guíe y te acompañe. 

—Amén. 

  ☀️☀️☀️


Era una tarde calurosa de verano en el pueblo y, a pesar del calor, podías ver a los niños corretear de un lado a otro y a los señores de edades mayores jugar ajedrez, con sus pequeñas mesas de madera resguardadas bajo la sombra de los árboles. Como todas las tardes, yo me instalaba en una esquina de la plaza a vender pinturas y a admirar la preciosa tranquilidad del pueblo. 

Ese día entregué un pedido que un señor me había hecho: Era un retrato de su hija graduándose de la universidad, vestida con toga y birrete y con una sonrisa radiante adornando su rostro moreno. El señor me había explicado que quería conservar algo más que una simple fotografía, aunque yo no se lo había preguntado. Era bastante agradable saber que la gente del pueblo apreciaba mis trabajos, y me llenaba de ganas de seguir adelante con aquello que más amaba.

Pasadas un par de horas empezaba a recoger mis cosas para volver a casa con mi abuela, cuando escuché una voz a mis espaldas.

—Buenas tardes.

Me volví, y noté que era una señora que bien podría tener la edad de mi madre. No era muy alta, de piel trigueña y de cabello y ojos oscuros. Llevaba una mochila enorme y abultada.

—Buenas, ¿en qué puedo ayudarle?

—Escuché que hace retratos por encargo. Quería pedirle uno —habló sin rodeos—, me parece que sus pinturas son muy bonitas. 

—Gracias. —Le sonreí—. Y claro, estaré encantado. ¿De qué quiere el retrato? 

—Pues...—La señora me extendió una fotografía, que no parecía muy vieja— De él. 

Era de un chico de más o menos mi edad apoyado en una columna, sonriendo ligeramente hacia la cámara. Llevaba corto su cabello negro, pero no demasiado, y sus ojos eran de un divino color miel. Contuve el aliento. 

Era hermoso.     

—Quisiera un retrato que capture su esencia —especificó la señora, desprendiéndose de la mochila—. Mira, nunca entendí muy bien cómo funcionan ustedes los artistas. Pero pensé que quizás esto ayudaría: son cosas suyas, lo han sido por años.

Para ser honesto, ya no la estaba escuchando. Seguía embobado mirando al chico de la fotografía, cuyo nombre estaba escrito en letra cursiva con un marcador negro: Julián. Lindo, lindo Julián. 

—Entonces, ¿qué dice?¿Hará el retrato? Es algo muy importante para mí, así que el dinero no será un problema. En serio se lo agradecería mucho. 

Volví a la realidad cuando noté que la señora me observaba fijamente.

—¿Ah? Eh, sí, claro. —Asentí repetidas veces—. No hay problema, señora...

—Eleanor.

—Claro que acepto el trabajo, señora Eleanor. —Aunque, pensándolo mejor, esto era muy extraño y la actitud de la señora rajaba en lo misterioso. 

Aún así, no pude decirle que no. 

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El Chico de la Pintura.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora