4 - Una mañana en Londres.

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Tras la fiesta, Edward se negó a que su hermana acabara pasando la noche, de nuevo, en la mansión de lord Winchester. Y no es porque no se fiara de él, todo lo contrario. De todos los nobles de Inglaterra que conocía, sabía con certeza que aquel hombre era de los más educados y respetados del país.
Aún así, había pasado mucho tiempo sin su hermana y veía más que conveniente que ella se quedase en la mansión de Londres, ya que era de la familia. No había mayor motivo que ese.

Cuando Whitney se despertó aquella mañana, había dormido apenas unas horas. Se pasó toda la noche pensando en aquel joven misterioso. Pensando de dónde sería, qué título nobiliario ostentaba, si era mayor o menor que Edward...
Tantas preguntas le quitaron el sueño, ciertamente.

La morena estiró un poco el brazo, tocando una de las campanitas para hacer llamar a una doncella que llevaba años trabajando en la casa, Amelie.
Era de origen francés, con el cabello rubio  y se podría decir que su nombre le iba a la perfección. De las doncellas que había conocido, era la más trabajadora de todas.
Y eso no era lo único. Había algo que le encantaba de la mujer, la cual no le sacaba más de quince años, y era ese acento. Por muy bien que hablara el inglés, ese acento francés nunca desaparecía.
Le parecía muy coqueto.

En cuanto la doncella escuchó la campana de la señorita subió las escaleras y llamó a la puerta.

— Pase — dijo la duquesa desde la cama.

La doncella entró por fin en la habitación, mientras tanto la morena seguía sentada en la cama, recibiendo a la mujer con una grata sonrisa.

La mayor de las dos hizo una leve reverencia en nuestra de respeto a aquella que ostentaba un estatus social mayor que el suyo.

— ¿Quiere que le suba el desayuno, mi señora? — preguntó con respeto la rubia doncella.

Whitney negó rotundamente con la cabeza, haciendo que sus revoltosos mechones de pelo negro bailaran al son del movimiento de ésta.

— Me gustaría desayunar en el comedor, o quizás en el salón junto a la ventana más cercana al jardín.

La muchacha formulaba aquello casi como si pensase en voz alta. Salió al mismo tiempo de la confortable cama, colocándose de pie, a la espera de que la doncella le quitase el camisón y le pusiera un vestido adecuado.

— ¿Qué traje le gustaría lucir en esta ocasión, mi señora? — preguntó la rubia.

— El último vestido rojo de montar que compré cuando estuve aquí. Puede que después de desayunar vaya a los establos y monte algún caballo.

La mujer asintió con la cabeza y buscó en el armario.
Sabía que tarde o temprano acabaría yendo a la mansión de Londres, por lo que nunca venía mal tener algo de ropa allí, aunque claro, si no quería repetir prenda siempre podía mandar a alguien que comprara algún nuevo vestido por ella.
Tenía la suerte de que ese vestido, junto alguno otro, todavía no se lo había puesto desde el día en que se lo compró. Lo tenía reservado para ocasiones como esa.

Después de haber sido ayudada por la doncella para vestirse y calzarse, se sentó justo delante del tocador.
Miró un pequeño baúl que había encima, donde las joyas que había dejado la noche anterior estaban allí.
Cogió en concreto un anillo de oro. Sólo las personas que pertenecían verdaderamente a su familia tenían un anillo parecido a ese, o más en concreto, con el mismo sello grabado que tenía el que se acababa de colocar en el dedo anular de la mano derecha.

Al mismo tiempo que hacía aquello, Amelie cepillaba su larga melena, con cuidado pero sin ser demasiado lenta.
Entendía que su señora tuviera prisa por bajar al primer piso y desayunar.

Un gran amor.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora