Y salí con una sonrisa a la vida,
como si el mundo estuviese lleno de homicidas y yo fuera el objetivo,
y vaya,
vaya si me dispararon,
pero yo no me rendía, yo me armaba de valor y volvía a salir con más fuerza,
y más balas al cuerpo.
Aún recuerdo la última vez que me atreví a salir,
recuerdo que a pesar de las fuerzas que puse, tenía miedo,
mucho miedo,
pero lo único que me sobraba en aquel momento eran ganas,
ganas de intentarlo una vez más.
Y salí, estuve caminando en soledad un tiempo,
juro que jamás me había gustado tanto la soledad,
me abrazaba el vacío,
y me sentía segura,
pero entonces, apareció
me quedé inmovil, pensando que no me haría daño,
se acercó,
y me abrazó,
sentí algo diferente a la soledad,
y que cálido,
qué bonito,
pero por supuesto, aquello no era para mí,
porque al cabo de unos pocos segundos, noté como el puñal llegaba hasta mi pecho,
era la herida más grande que jamás me habían hecho,
y no cicatrizó,
y yo me cansé,
y me convertí en dolor,
y me rompí,
y dejé de intentarlo,
estaba tan jodidamente hundida que hasta la soledad me daba miedo.
Y fíjate si había tocado fondo, que desde aquel abismo no se veía la luz,
nada,
oscuro todo.
Decidí unirme a ella, a la oscuridad y al frío,
decidí disfrutar del dolor y del vacío,
decidí oír el eco de mi risa vacía en aquellas ruinas,
y saborear la sangre de las heridas,
meter el dedo en la yaga,
y hacer que doliese más,
me convertí en mi propia homicida,
perdí el juicio y el corazón,
y dormí.
Dormí, porque para morirse hay que estar vivo primero.