Capítulo seis (Un error en el cine)

713 14 0
                                    

—Hola, foca asmática.

—Cómprate un bosque y piérdete, microbio.

Mi querido hermano, que es más pesado que una vaca en brazos, había abierto la puerta de mi habitación y se había colado dentro.

—Además, majete, últimamente de asmática no tengo casi nada...

—Claro, ¡si estás enganchada al inhalador!

—Ja, ja, ja. ¡Qué gracioso!

Bajé la cabeza para seguir escribiendo.

— ¿Estás escribiendo tu diario sobre sexo?

Me quedé flipando en colores. ¿Qué sabía ése sobre mi diario? ¿Había estado hurgando en mis cosas?

— ¿Has metido las manazas en mis cajones? —dije, dispuesta a saltarle directa a la yugular en el momento en que confirmase mis sospechas.

—Hummmm —dijo él, sin aclarar si sí o si no.

Me controlé unos segundos más.

Marcos hizo un gesto divertido y, con voz de pillín dijo:

—Lo descubrí por casualidad. Estaba buscando la grapadora... Como siempre te lo quedas todo en tus cajones... ¡Eres una acaparadora!

No, si la culpa acabaría siendo mía, pensé.

—Y al abrir un cajón de tu estudio descubrí la libreta roja...

—Claro —le interrumpí, con sorna—, y la libreta dijo: «Léeme, léeme». ¿Verdad, guapetón?

Marcos se echó a reír.

—No. Pero no pude resistirme a la tentación. Espera, no te enfades... Antes déjame que te diga que me pareció una idea magnífica. Yo, de eso del sexo no tengo ni idea. Y cuando le pregunto a mamá, me dice que a mí me lo tiene que contar papá, que ella ya te lo cuenta a ti. Pero cuando le pido ayuda a papá dice que aún soy muy pequeño para hablarlo... A lo mejor quiere darme cuatro pistas cuando cumpla los treinta.

No podía atacarlo porque me partía de risa con él. Y a mí, la gente que me hace reír, me roba el corazón. Como Flanagan, ay...

—Así que he pensado —prosiguió Marcos— que, igual que me ayudaste a mejorar mi sex appeal,3 ahora podrías involucrarte en mi educación sexual, que no me iría nada mal.

Si el pobre supiera que ya tenía bastante con la mía.

Me lo pensé un ratito.

—Vale —le dije—, pero con una condición.

— ¿Cuál?

—Que no vuelvas a husmear en mi diario. Dejaré que lo leas cuando lo haya terminado.

Pensé que, si era necesario, se lo daría con las escenas personales recortadas.

—Hecho —dijo él—. Muchas gracias, hermana galáctica.

—De nada, plasta. Y ahora vete y déjame trabajar.

Hummm. Qué peligro tenía mi hermano. ¿Podía confiar en su palabra? Porque, pongamos que escribía en el diario una escena sexual propia — ¿por qué no? Algún día tenía que llegar, ¿no?— y él la leía... No me apetecía nada. Ni tampoco que supiera gran cosa de la existencia de Flanagan... Tenía que cambiar de sistema. Las libretas de espiral no eran seguras. Tendríamos que pasar a escribir en el ordenador en un documento de Word protegido con contraseña.

¡Qué fantástica excusa para ponerme en contacto con Flanagan!

Le mandé un mensaje electrónico.

El diario rojo de Carlota - Gemma LienasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora