Capítulo veinte (Algunas soluciones llegan solas)

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Se me acumulaban los quebraderos de cabeza. Por un lado, hacía ocho días que no tenía noticias de Flanagan y me preocupaba un poco, porque me parecía que habría sido mejor que de una vez aclarásemos la situación, pero no sabía cómo enfocarlo. Cuanto más avanzaba mi relación con Koert —se habían reactivado nuestros mensajes electrónicos y nuestras charlas con el Messenger— más me urgía a mí misma a decirle a Flanagan que lo dejásemos, que sabía que le hacía daño y que acabaríamos haciéndonoslo los dos. Por su parte, los trimestrales me tenían muy concentrada y me mantenían ocupadísima repasando temas y más temas. Y por si fuera poco, no dormía tan bien como siempre; no sabía si podía atribuirlo al momento de incertidumbre que vivía mi relación con Flanagan o a la proximidad de los exámenes. Me despertaba varias veces cada noche y daba vueltas y vueltas en la cama antes de poder conciliar el sueño de nuevo.

Finalmente, aquel viernes por la noche me decidí a llamarle.

—Ah, Carlota... —dijo, con una voz que denotaba el interés con el que había estado esperando mi llamada.

No diré que me lo imaginase fosilizado al lado del teléfono todos aquellos días, pero sí que me lo podía representar mirando el aparato con rabia sorda e implorándole una llamada mía. Seguramente estaría contento: la llamada por fin llegaba. Y yo aún me sentía más miserable. Sólo de pensar lo que le tenía que decir, se me partía el corazón...

—Oye... — ¿Sí?

Notaba que las manos me sudaban. Pobre tío; seguro que esperaba exactamente lo contrario de lo que tenía que decirle. Me sentía un gusano.

—Oye, que no sé cómo... Que me parece que... —Me tiré a la piscina—: Que no me aclaro. Que es mejor que lo dejemos, de momento.

—Ah.

Sonaba igual que si le hubiese pasado un camión por encima.

—Podemos ser amigos, ¿no? —dije, con mucho miedo a perderlo. No me habría gustado nada, en serio.

—Está claro.

Qué poco entusiasmo.

—Flanagan, por "favor, di algo.

—Estoy diciendo algo.

—Ya me entiendes. No dices más que monosílabos.

—Que vale, que yo no puedo hacer nada.

Sentía un desánimo enorme.

—Ni yo tampoco, de verdad. No puedo seguir adelante pensando que...

—Que ya lo entiendo.

— ¿Qué entiendes?

—Que lo dejamos, por el momento.

Sí, está claro, ésa era la cruda realidad: que lo dejábamos. Se habían acabado las caricias y los besos de tornillo y todo lo demás.

—Podemos seguir siendo amigos, Flanagan. No te quiero perder como amigo. ¿Podemos serlo?

Vaciló unos segundos. Me temí que fuera a decirme que no.

—No lo sé. No sé si me veo capaz de ser tu amigo, tal como me siento ahora. Deja que lo piense. Ya te llamaré.

Ahora era yo quien se sentía como si un camión le hubiese pasado por encima. Me dolía tanto perderlo como amigo, tanto... Tan mal que habría podido gritar: NO, Flanagan, no puedo ni pensar que no te volveré a ver. Si quieres seremos más que amigos, pero no te vayas.

No grité ni dije nada. Menos mal que no lo hice. Menos mal que fui capaz de controlarme, porque no habría tenido ningún sentido: ahora sí, ahora no. Debía ser que no. No teníamos ninguna otra alternativa.

El diario rojo de Carlota - Gemma LienasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora