Muerte

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Está sentado al borde de la cama. Todo es silencio a su alrededor. Su mente evoca recuerdos felices, contrastados por una devastadora imagen que le destrozó el corazón. Rememora, y hace un recuento de lo trágica que fuera aquella experiencia, de las mentiras que se dijeron y todo lo fingido alguna vez. Una lágrima recorre su mejilla, una lágrima solitaria como él. Se pone en pie y un estremecimiento recorre todo su cuerpo al sentir el frio en sus plantas descalzas. Es aún de madrugada y la oscuridad inunda su habitación. Cuatro paredes lo aprisionan, lo ocultan del mundo; aquel que antaño deseaba conquistar. Ahora no tiene nada. Ha bebido sin parar desde que pasara todo aquello. Tropieza con una botella vacía de vodka a medio terminar —el alcohol, combinado con una buena dosis de somníferos es lo único que le ayuda a conciliar el sueño unas cuantas horas— y maldice para sus adentros, pero sigue a tientas por la negrura de la pieza. Él sabe que se ha estado dañando a sí mismo, él está consciente de la llegada de la muerte. No quiere vivir más.

Se ha castigado por algo de lo que no es culpable. Ha decidido tirarse a la perdición por culpa de alguien a quien ni siquiera tocó. Alguien a quien no tuvo jamás, no sintió, no probó. Alguien a quien nunca poseyó. Es una completa estupidez; él lo sabe bien, pero no puede hacer nada y nunca podrá. Después de caminar un par de metros, se detiene ante las puertas de un ropero viejo y desvencijado. Extrae de su bolsillo una llave antigua y abre un cajón, el único con llave de 3 que se reparten dentro del ropero. Mete la mano y siente el frio del acero. Es un alivio, casi un placer el tacto que le produce el revólver. El arma del abuelo, un Smith & Wesson de sabrá Dios qué calibre. Es pequeño, se puede esconder fácilmente y manipular con destreza. Jamás en su vida ha disparado un arma y su primera vez será para suicidarse. Qué ironía.

Levanta la pistola y la dirige directamente a su sien, sin titubear.

—Si tuviera una escopeta sería poético —se dice entre risas forzadas, recordando a Curt Cobain, vocalista de Nirvana que se quitara la vida de aquella manera.

Pero él no tiene a nadie a quién dejarle una nota, él no tiene una esposa a la cuál calificarán de sospechosa. No tiene una hija que quizá llorará su muerte o al menos le echará de menos. No tiene nada. Sólo tiene 27, una buena edad para morir. Pero ni siquiera formará parte del legendario club de los 27. Él no es famoso, nadie sentirá su muerte. Nadie.

Duda un instante, pero al final introduce el cañón del arma a su boca, su dedo aplicando ligera presión sobre el gatillo. De su boca sale un "te odio" distorsionado a causa de la cosa que invade su paladar. Derrama unas cuantas lágrimas más, aprieta los párpados y acciona el gatillo.

De la muerte se tiene conocimientos desde tiempos remotos. La humanidad está acostumbrada a ella. El Dios católico genocida, exterminó a la humanidad dejando vivos a unos cuantos elegidos por él. Desató plagas que mataron a miles de personas con el fin de que se liberara a su pueblo. El Dios musulmán, promete a sus siervos una vida en su paraíso, perdonando todos los pecados cometidos a cambio de suicidio y asesinato. Las naciones matan por poder. Los magnates asesinan por dinero. La muerte es el pan de cada día de los seres humanos. Pero, ¿Qué pasa después? Nadie conoce esa respuesta con certeza. Jamás un muerto ha regresado para compartir anécdotas sobre el inframundo, el paraíso o el infierno. Ir hacia la luz, es lo único que sabemos. Dirígete a la luz, escapa de la oscuridad.

Dennis abrió los ojos y eso fue lo que vio; oscuridad. Tardó un instante en comprenderlo. La detonación no se escuchó, seguía con la pistola en la mano y el cañón en su boca. Lo retiró y el gusto amargo del acero le provocó arcadas. Abrió el carrete de munición y se le quedó mirando fijamente. Soltó una risa estridente que rozó la histeria, y esta vez con ganas, ni forzada ni fingida. La recámara contenía dos balas, ninguna de ellas ocupaba el lugar que debía. Estaba tan absorto en sus pensamientos depresivos que no había comprobado que el arma estuviera cargada siquiera. Qué estúpido. Ni para quitarse la vida —algo tan sencillo— tuvo éxito.

Se maldijo y arrojó el arma contra un espejo haciéndolo añicos. 7 años más de mala suerte. Se dejó caer y esta vez sí lloró a moco tendido. Volteó al lugar donde había caído la Smith. Las dos balas yacían a escasos centímetros separadas entre sí, ya fuera del carrete. Entonces lo comprendió. La vida no le había gastado una broma nuevamente, nada de eso. Ahora, y por primera vez, le dio la respuesta que había estado implorando. Esta vez, respondió a todas sus preguntas y sintió que la justicia se situaba a su favor. Tirado allí en el piso, se dio cuenta que las dos balas, la que no lo mató y una segunda que por cuestiones del destino había estado allí, esperando, aguardando con paciencia el ser disparada, tenían dueño. Destinadas a dos personas para arrebatar lo más preciado que tiene un ser humano. La primera claro estaba, era para él, pero la segunda bala, aquella que nada tenía que hacer ahí, estaba predispuesta a una persona en particular. La raíz de todos sus problemas. La causante de tanto dolor. Aquella que le enseñara a sentir odio, desprecio y la ira más pura que se pueda emanar. La persona que le había arrebatado la felicidad, las ganas de vivir y lo había asesinado en vida. Su ex-pareja.

Ella debe morir.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora