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—Ay wey. Me muero de hambre —me senté en uno de los asientos de la gran mesa rectangular.

Suspiré y miré a el sombrerero loco y a los demás, los cuales estaban tomando el té.

—Hay té —el conejo negro me miró desinteresadamente—. Puedes beber si quieres.

Me crucé de brazos y negué con la cabeza, odiaba el té.

—No me gusta el té, y, si me gustara, de todas formas una simple taza de té no acabaría con mi hambre.

—Ah no, espera. Ahora llamo y pido una pizza, no te jode —el enanito sonrió con burla—. También hay galletas, estúpido.

Fruncí el ceño y le di un golpe a la mesa con mi puño, ¿quién se creía ese maldito enano de pacotilla?

—¿¡A quién llamas estúpi...!? Espera... ¿Galletas, dices?

Miré a todos lados hasta que vi un plato lleno de galletas. Rápidamente estiré la mano, cogí una, y me la comí de un bocado.

—¡No mames, saben igual que las de mi mamá!

La liebre se acercó a mí y me miró con los ojos entrecerrados, yo le miré de manera confusa.

—Esa maldita mocosa... ¡robó mi receta!

Hice un gesto con la mano restándole importancia y seguí cogiendo galletas.

—Me quedaría aquí toda mi vida comiendo galletas, pero hablo en serio con lo de que quiero volver a casa. Allí tengo mi vida, aquí no hay Wi-Fi —mastiqué lentamente—. ¿Y si en vez de estar bebiendo té piensan una manera de devolverme a mi mundo? Es decir, pudieron devolver a mi madre años atrás.

El sombrerero le dio un sorbo a su té y entrelazó sus manos debajo de su barbilla. Entrecerró los ojos mientras miraba la mesa pensativamente. De pronto, sonrió ampliamente y se levantó de un salto, sobresaltándome a mí y a los demás.

—¡Ya sé! He estado pensando, y creo que tengo la solución.

El enanito rió levemente y le oí susurrar un "ha estado pensando, le aplaudiría". Yo miré de manera esperanzada al sombrerero y me acerqué a él.

—¿Y bien? ¿Qué se te ha ocurrido? —le pregunté sonriente.

Juan acomodó su sombrero y señaló la tetera, yo la observé confundido. ¿Cómo una tetera me devolvería a mi mundo?

—¡Si le añadimos más grasa de lombriz al té, estará más dulce! —alegó el sombrerero, alzando la barbilla como si hubiera hecho el descubrimiento del siglo.

Sin poder evitarlo, puse los ojos en blanco y, por impulso, le asesté una colleja a Juan.

—Se supone que tenías que pensar en una forma en la que pueda regresar a donde pertenezco —murmuré entre dientes.

Él se volvió a sentar en su sitio y se sirvió más té en su taza.

—Ah, sí. También pensé en eso.

Todos dirigimos nuestra mirada a él.

—En su estancia aquí, Laura le dejó su colgante a la reina, ella todavía lo tiene. Si le quitas su colgante a la reina, puede que de alguna manera podamos enviar el colgante a su lugar de origen junto a ti.

El conejo negro asintió y se levantó de su asiento, nos hizo un gesto con la mano y nos dijo:

—Pues en marcha. Vayamos a los calabozos del castillo.

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—Llevamos treinta minutos caminando. ¡Treinta minutos, por el amor de Dios! Mis piernas están hechas para estar quitecitas y cómodas, no para caminar durante media hora ni mucho menos —protesté—. ¿Se puede saber cuánto falta para llegar?

La liebre me miró de mala manera mientras seguía caminando.

—Estúpido mocoso, deja de lloriquear como una nena y sigue caminando. Eres igual de flojo y molestoso que tu madre.

Hice un mohín y fruncí el ceño, la liebre estaba hecha una amargada.

—Faltan 3 kilómetros —dijo el conejo negro tranquilamente.

Abrí los ojos como platos.

—Son bromas, son bromas —el conejo rió levemente—. Ya hemos llegado.

Alcé la mirada y el paisaje tétrico que vi me hizo temblar. El cielo estaba nublado, el ambiente tenía un color grisáceo, las flores estaban marchitas y el castillo que se podía apreciar a lo lejos estaba en ruinas y tenía la pintura desgastada. El lugar daba miedo. Caminé junto a los demás y todo miedo desapareció cuando vi a otro enanito corriendo por ahí desnudo. No tenían remedio.

—¿Este lugar siempre ha sido así?

No pude evitar preguntar mientras   atravesábamos lo que parecía ser el jardín.

—No. Digamos que el castillo y todo a su alrededor empezó a "marchitarse" cuando la reina fue encerrada. Era una gran arpía, pero como reina era ella la que mantenía esto en orden —respondió con indiferencia Juan.

Asentí. Después de unos diez minutos caminando, nos detuvimos frente un gran portón de metal, se podía leer "clabzos". Supuse que antes ponía "calabozos" y que la primera 'a' y la primera 'o' se habían borrado con el tiempo. El sombrerero intentó abrir la puerta, pero esta estaba cerrada.

—Enano, dame la llave —dijo mirando al enanito.

Él se cruzó de brazos y le miró con las cejas alzadas.

—Primero, mi nombre es Robertín. Segundo, yo no tengo la dichosa llave.

El sombrerero entrecerró los ojos y tendió la mano en dirección al enanito. Él miró la mano durante unos segundos y, luego de soltar un suspiro, se sacó una llave del bolsillo y a regañadientes la puso sobre su palma. Juan sonrió satisfecho y abrió la puerta.

—¿En serio van a entrar en los calabozos con esa... Bruja dentro? —refunfuñó Robertín mientras nos seguía.

Paramos frente a una de las celdas y agudicé la vista para ver entre la oscuridad. La celda estaba vacía.

—No está en su celda —el conejo hizo una mueca.

Bufé cansado y me apoyé contra los barrotes de la celda, si la reina no estaba, cualquier posibilidad de volver a casa se había esfumado.

—Creo que sé dónde puede estar —el enanito nos miró seriamente—. El paraje de los condenados.

Juan en el País de las Pendejadas. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora