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—¿El paraje de los qué? —pregunté con el ceño fruncido.

El enanito suspiró y miró pensativamente una de las celdas.

—El paraje de los condenados, niño estúpido —respondió.

—Es un tenebroso lugar lleno de maleantes —dijo el conejo negro mientras se cruzaba de brazos—. No le desearía un lugar así ni al peor de mis enemigos.

Por lo que había entendido, ese paraje era como una cárcel. ¿Cómo una reina podría sobrevivir en un lugar como ese? ¡De seguro no sabía ni hacer pis sola!

—Ts, esa maldita bruja se merece eso y mucho más —refunfuñó con el ceño fruncido Robertín—. Que se joda.

Cuando los demás hablaban sobre la reina, hablaban con desagrado. Pero en la voz del enanito se podía notar un gran odio al hablar sobre su antigua dueña. Los demás enanitos no mostraban el rencor que mostraba Robertín, es más, les era indiferente. No sé si es porque él tiene un mal genio desde que tiene uso de razón o porque la reina le llegó a hacer algo realmente malo.

—Bueno, pues como no me apetece quedarme mucho tiempo aquí, ¿por qué no nos vamos dirigiendo al paraje ese como se llame?

Caminé hacia la salida de los calabozos.

—Sombrerero loco, al parecer no eres el más loco del lugar. Joven, te acabamos de decir que ese lugar está plagado de todo tipo de criaturas que han hecho cosas lo suficientemente malas para ir a parar en un sitio tan horrible como ese, ¿y tú me estás diciendo que quieres ir allí? No me seas pendejo —farfulló el conejo mientras negaba con la cabeza en señal de resignación.

—Exacto niño, es de idiota querer ir a ese lugar —se encogió de hombros Juan—. Espera, ¿cómo que sombrerero loco? —susurró entre dientes mirando, como de costumbre, mal al conejo.

—Me importa tres hectáreas de verga lo peligroso que sea ese lugar, ¡necesito irme a casa! No pienso quedarme a vivir en este... en este... ¡Manicomio!

El enanito frunció el ceño y se acercó a mí con un puño alzado, la imagen era bastante graciosa, ya que se intentaba ver intimidante y me llegaba a la cintura.

—¿Manicomio? ¿Nos estás llamando locos, niñato de pacotilla? Ven y díselo a mi puño —exclamó alzando el puño todo lo que su corto brazo le permitía.

Sin poder evitarlo, empecé a carcajearme. Pero mis estruendosas risas se vieron interrumpidas por un repentino y fuerte dolor en mi pie. El enanito me había pisado, y había dolido.

—Eso para que aprendas a reírte de mi altura, mocoso. No tengo que ser igual de alto que tú para darte una paliza.

“¿Paliza?” Pero si solamente me pisó el pie...

—A ver, a ver, ya han oído al niño este, vayamos al paraje de los condenados para que se vaya de una condenada vez a su casa y vaya a dar la lata a su madre —gruñó la liebre saliendo de los calabozos seguida de nosotros.

—Me llamo Juan, no niño, ni niñato, y mucho menos mocoso.

—Como si yo me llamara "sombrerero loco"... —murmuró cruzado de brazos el peliazul.

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Después de pasar prácticamente todo el día caminando, finalmente nos detuvimos ante un colosal portón de metal, ¿cómo carajo pasaríamos? Di un grito ahogado al oír a lo lejos el suave y tenebroso canto de unos búhos, y observé con recelo el lugar. Había una espesa niebla en el ambiente, todo estaba muy oscuro y lo único que se oía era las hojas meciéndose con el viento y los búhos haciendo su peculiar y espeluznante sonido. El castillo de la reina era Disneyland comparado con el paraje de los no sé qué.

—Bueno, ¿cómo pasaremos? —susurré, con la intención de romper el incómodo y escalofriante silencio.

Robertín dirigió su malhumorada mirada hacia mí y señaló el telefonillo que se encontraba a uno de los costados de la gran puerta. ¿Se puede saber cuándo había aparecido ese telefonillo? O aún más importante, ¿qué vergas hacía un telefonillo en un lugar como ese? Puse los ojos en blanco. Ya nada podía sorprenderme en este mundo de locos. “O casi nada”, pensé al ver al enanito sacar mágicamente una enorme silla, situarla frente al telefonillo y subirse a ella.

—Ábranme ya las malditas puerta —dijo él después de pulsar el botón que se encontraba en el telefonillo—. No estoy para pendejadas, y mi paciencia es cero. Así que quiero ver estas jodidas puertas abiertas en menos de dos minutos —dijo, o más bien, gruñó.

Se bajó de la silla, la cogió con su dos diminutas manos y la tiró a vete tú a saber dónde. Eché un vistazo a los demás y vi que estaban tan tranquilos mirando el panorama. Dios mío. Oí un fuerte ruido y vi con asombro cómo las puertas se abrían, ¿en serio habían hecho caso al enanito, después de haberlo pedido tan "educadamente"? Me encogí de hombros restándole importancia y pasé a través de las puertas. El paraje de los no sé qué no era como lo esperaba. Era inmenso y parecía un basurero, habían todo tipo se objetos raros y viejos tirados aquí y allá.

—Bueno, busquemos a la reina antes de que venga algún condenado y nos coma o algo —bromeó Juan.

—No bromees con eso —el conejo hizo una mueca—. Sabes que podría ser perfectamente verdad, puede que a algún que otro condenado le guste la sopa de conejo.

—Yo solo espero que no les guste la sopa de liebre —refunfuñó la liebre.

Yo solamente esperaba que no les gustara el humano asado, el humano al horno o el humano a la plancha...

Juan en el País de las Pendejadas. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora