—¡Enanito! ¡Maldito! ¡¿Dónde carajos estás?! ¡Vuelve de una condenada vez e insúltame todo lo que quieras, incluso te dejaré pisarme el pie otra vez!

Pasaron los segundos, los minutos, las horas. Pero nada, ni rastro del infeliz de Robertín. No lo admitiría, ninguno de los aquí presentes lo haría, pero estábamos muy preocupados.

—Ni modo, ya habrán hecho asado de enanito con aliño de limón con él —dijo la liebre.

Todos dirigimos nuestras asesinas miradas hacia ella.

—¿Qué? Ahora que no está el enanito alguien tiene que soltar algo de humor negro, ¿no?

Suspiré y junto a los demás seguí buscando alguna pista que nos ayudara a saber a dónde había ido el enanito. Entre toda la basura, una rosa blanca pintada de roja en algunos pétalos llamó mi atención. Era idéntica a las rosas que salían en "Alicia en el País de las Maravillas". Me acerqué a ella y miré hacia mi derecha y posteriormente hacia mi izquierda, nadie me estaba mirando, ¿por qué no llevarme un souvenir de éste mundo de locos? Estiré la mano lentamente y no pude evitar acordarme de la vez que estaba intentando coger el bote de galletas de mi mamá, la situación era similar. Agarré firmemente la rosa y jalé de ella. No se movió nada de nada.

—¿Qué vergas...? —tiré un poco más fuerte.

Tiré y tiré, pero la rosa no se movía.

—¡Que te arranques de una vez, hija de tu floral madre! —tiré con todas mis fuerzas logrando arrancar parte de la rosa.

De pronto, el gran montón de basura donde la flor se encontraba empezó a temblar. Asustado, bajé corriendo de la cima y me dirigí a los demás, que miraban al igual que yo cómo la basura temblaba. Una gran bola verde comenzó a resurgir de entre los desperdicios, la gran bola se dio la vuelta y... ¡LA MADRE QUE ME RE PARIÓ, QUÉ BOLA NI QUÉ MIERDAS, ERA UN GIGANTE DE COLOR VERDE QUE TENÍA LA ROSA EN EL LUGAR DONDE DEBERÍA ESTAR SU PINCHE PELO!

—Ya ni modo, voy a morir —susurré.

—Vamos a morir —corrigieron los demás al unísono.

El gigante sacó el resto de su cuerpo del montón de basura, se acercó a nosotros a grandes pisotadas y cuando estuvo frente a nosotros lanzó un rugido que nos despeinó.

—¿C-corremos? —pregunté titubeante.

—Sería lo mejor —dijo el sombrerero antes de echarse a correr como loco— ¡Quiero vivir, maldita sea!

Los demás enseguida empezamos a correr tras él. El gigante nos alcanzaría tarde o temprano, éste sería nuestro fin.

—¡Juan, mocoso! —me llamó la liebre mientras corríamos— ¡Si logras sobrevivir... dile a la estúpida de tu madre que esa pinche receta es mía, que además de mocosa es una ladrona!

La liebre me dio un fuerte empujón que me mandó directo a un gran armario viejo que había tirado en el suelo, por el impacto, el armario se cerró conmigo dentro.
Estuve unos cinco minutos inmóvil, intentando asimilar lo que había pasado. La liebre me había apartado del camino... para que el gigante me dejara de perseguir a mí y les persiguiera solo a ellos.

—Qué... ¡¿Qué acaba de hacer ésta maldita liebre?! —golpeé frenéticamente la puerta del armario intentando abrirla— ¡Estúpida, estúpida, estúpida! ¡¿Cómo se atreve a salvarme la vida poniendo en riesgo la suya y la de los demás?!

Golpeé la puerta una vez más.

—¡Son todos unos estúpidos! ¡Unos pendejos y unos estúpidos! —sin poder evitarlo, comencé a llorar de impotencia y frustración— ¡Los odio, ahora mismo debería estar en mi casa, con mi madre! ¡Si estoy en coma, quiero despertar ya de una maldita vez!

Golpeé la puerta con todas mis fuerzas y, por fin, se abrió. Salí rápidamente del armario y me puse en pie. Miré desesperadamente a todos lados. Nada. Basura y más basura. Ni la liebre, ni el sombrerero loco, ni el conejo negro, ni el enanito. Ni mi mamá. Nada, basura.

—¡Mamá! —empecé a correr mientras lágrimas caían de mis mejillas, no sabía a donde iba, me daba igual.

—¡Robertín! —corrí y corrí, se podía oír el eco de mis gritos.

—¡Sombrerero loco! —tropecé y caí de golpe al suelo.

—Liebre... —me levanté del suelo y me quedé de pie, quieto, mirando a la nada.

—Conejo negro... —volví a caer al suelo, de rodillas.

—Mamá... —me puse en posición fetal en el suelo—. Estoy solo. Jodida y malditamente solo...

Tras largos minutos tirado en el suelo compadeciéndome de mí mismo, me di cuenta de que no podía simplemente quedarme ahí llorando como un bebé.

—Mamá logró volver a casa... y yo también lo lograré —limpié un par de lágrimas que aún corrían por mis mejillas y me levanté decididamente del suelo—. Y no solo eso, traeré la paz absoluta a este maldito mundo de la mega verga y a todos su malditos y pendejos habitantes, o dejaré de llamarme Juan Anastasio de todos los santos.

Cogí un caldero que había en un montón de basura y me lo puse en la cabeza a modo de casco, agarré una almohada y la anudé para que me cubriera todo el torso y por último cogí una sartén la cual sería mi arma.

—No es una chancla, pero cuando mamá no tenía chanclas me daba con su sartén, igual dolía —susurré mirando la sartén.

Miré a mi alrededor, el sitio era inmenso, no encontraría a los chicos a tiempo antes de que hicieran estofado con ellos.

—Tengo un plan —comencé a caminar—. Lo malo es que, si no sale bien, puede que yo forme parte del estofado.

Dicho esto, cogí una vara de metal que había en el suelo y con ella me puse a golpear la sartén, con esto atraería a algún monstruo y ejecutaría mi plan. Solo esperaba que no hubieran tantos monstruos en la zona.

Juan en el País de las Pendejadas. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora