Concierto para violín y orquesta en Re M, P. I. Tchaikovsky

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El pequeño de los hermanos Holmes odiaba profundamente los primeros días de Septiembre. Saludar a las nuevas incorporaciones, tener que presentarse a los últimos atriles de su sección cuando le parecían bastante ineptos en el manejo del arco... ¿Cómo era posible que gente así hubiera sacado el título de violín?

Caminaba por la calle mirando al suelo mientras portaba en su mano derecha el estuche de piel, encima tendría que hacer pruebas de atril con aquel atajo de inútiles, para acabar en el mismo puesto de siempre, concertino de la orquesta. Puesto que había mantenido desde que a los diecisiete años había desbancado a un viejo violinista que parecía haber salido de la primera guerra mundial, tanto por su interpretación como por su aspecto. La llovizna suave y con un aspecto frío empezaba a calarle el pelo, se subió el cuello de su característico abrigo, apretó el paso y entró en el teatro. No saludó al portero, como de costumbre el hombre refunfuñó algo respecto a la falta de educación del pelinegro. Sherlock Holmes, era un hombre alto, de constitución delgada pero fibrosa. Su piel era extremadamente pálida, su pelo negro como el azabache con aspecto de un vendaval de rizos incontrolable cubría de manera caprichosa unos profundos, fríos y deductivos ojos entre el azul y el verde, con un millón de matices que no parecían propios de este mundo. Su rostro estaba enmarcado por un par de pómulos rectos, tan afilados que alguien podría cortarse al tocarlos. Vestía siempre un traje de americana elegante, y camisas  ajustadas; pulcritud y saber estar en un solo hombre.

El violinista era un hombre bastante arisco, con una naturaleza bastante asocial. No solía congeniar con sus compañeros, bien porque le tenían una envidia profunda porque era el próximo genio de su generación o bien porque la mayoría de las personas que lo rodeaban le parecían estúpidas. Tendía a hacer sentir a las personas inferiores, y a casi nadie le gusta eso. Entró con paso decidido al escenario donde ya estaban colocadas las sillas frente al jurado, siempre llegaba el primero a las pruebas de atril. Se colocó frente al jurado, y sacó el violín de su estuche sin decir una sola palabra, se llevó el violín al hombro colocando antes la almohadilla de manera correcta y apoyó el arco contra las cuerdas con sumo cuidado, dejó caer el peso de la muñeca y cerrando los ojos comenzó a tocar el concierto en Re menor de Tchaikovski para violín y orquesta. Fueron veinte minutos de pura música, puro sentimiento enfocado en una sola dirección, dentro de la mente del hombre elegantemente vestido sobre el escenario. Para él, la música se almacenaba en su cabeza, él lo llamaba Palacio Mental. En él recordaba cada arco, cada detalle de la afinación, el carácter de las piezas, pero también de las personas que lo rodeaban. Eso le proporcionaba una facilidad extrema para deducir a las personas a su alrededor, era una ventaja en ocasiones pero no siempre era lo mejor para entablar amistades. Cuando bajó el arco y abrió los ojos, se encontró de frente con los tres miembros del jurado.

El cónclave decisivo estaba compuesto a la cabeza por un hombre de pelo canoso, que rondaría los cincuenta. Tenía una mandíbula cuadrada y una sonrisa blanca como la luz de la luna, los ojos marrones y su nombre era Gregory Lestrade. El Maestro Lestrade era el director de la orquesta y director artístico adjunto del St. James Hall; siempre había confiado en el violinista londinense. Incluso cuando ni siquiera su propio hermano lo había respaldado.

A su vera estaba sentada su mano derecha, la adjunta al mando Sally Donovan, una pianista lesionada que ahora hacía las veces de promotora de la agrupación musical más importante de toda Inglaterra. Tenía la piel morena y el pelo rizado, recogido en una coleta sobria en la parte baja de su cabeza, se limpió una suave lágrima tratando de disimular su emoción y evitó los ojos penetrantes de Holmes haciendo que anotaba algo en su libreta. El tercer y último miembro del jurado era Philip Anderson, profesor de luthería en la Juliard School y compositor de jazz-fusión.

Sherlock Holmes bajó el violín y lo tomó con su mano derecha a uno de los lados de su cuerpo, se inclinó en un gesto educado por primera vez en toda la mañana y salió del escenario exactamente igual que había entrado. Se sentó en la cafetería del auditorio, pidió un té con leche y esperó durante media hora. Trataba de pensar en los arcos que debía poner para el próximo programa para el que se iba a interpretar la Sinfonía inacabada de Schubert, pero algo se lo impedía. Un taconeo elegante y constante justo al lado de la barra, una mujer menor del metro setenta, armada con unos altos tacones y unos labios rojos como la sangre flirteaba sin ningún tipo de problema con el camarero que estaba al otro lado de la barra mientras hablaba por teléfono con otra persona. Tras media hora de intentos infructíferos de concentración en la partitura, el hombre pagó el té y se fue.

Molto cantabile (Sherlock's BBC AU!)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora