CUERDAS VOCALES CON FORMA DE AGUJA DE GRAMÓFONO

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Sucedió. La vi. Estaba en medio de la abarrotada plaza Santa Ana. Justo en medio. Ni intentado buscar ese centro lo hubiera encontrado mejor.

Ella estaba esperando a alguien; su mirada buscaba y buscaba en cientos de direcciones. Sus ojos recorrían cuerpos, pieles pasos... Esta ansiosa, deseando que llegue su cita. Yo, desde mi séptimo piso, no podía dejar de mirarla.

Había algo en su espera, en la forma que esperaba, que me llamaba poderosamente la atención. No soy de enamorarme, ya os lo he dicho, nunca lo he hecho.

Creo poco en el amor y bastante en el sexo. Pero aquella chica tenía algo tan extraño en la forma de esperar, como colocaba las piernas, como se movía, como buscaba, que había despertado un sentimiento en mí. Quizá estaba siendo demasiado épico.

Allí, descalzo, a las tantas de la mañana, me sentía como un yonki con esa inyección extraña a un milímetro de perforar mi piel. Era como el efecto secundario de ese medicamento previo al éxtasis.

De repente, un acordeonista y un guitarrista empezaron a tocar una melodía de jazz. Un chico muy joven, que no llegaba a los quince, con el pelo muy engominado, comenzó a cantar canciones con un estilo tan démodé que parecía que todas sus cuerdas vocales fueran prolongaciones de agujas de gramófono.

Esa canción no tendría más valor si no fuera porque aquellas melodías jazzísticas eran las favoritas de mi madre; las ponía a todas horas cuando yo era pequeño.

He desayunado, comido y cenado con los grandes del mundo del jazz. Parker, Rollings y Ellington fueron la banda sonora de mi infancia. Mi madre siempre las cantaba en voz baja, susurrando las letras. Jamás cantaba a pleno pulmón... Ella creía en el susurro, en susurrar.

—En la vida hay poco espacio para susurros —me decía—. Yo he recibido tres o seis minutos de susurros. Frases muy cortas de hombres en momentos muy puntuales: "Te amo... no te olvidaré... sigue... sigue...".Los susurros son tan potentes que deberían prohibirse en la cama. Allí todos mienten, absolutamente todos. Nunca susurres en la cama, y menos cuando tengas sexo —me repitió con voz susurrante una vez en taxi camino del aeropuerto de Pekín.

Si, creo que es hora de que os lo cuente: mi madre hablaba de sexo. He tenido suerte en mi vida, desde los trece años me habló de ese tema que casi todos los padres desean que no aparezca jamás en una conversación.

Al principio me abrumé. Con trece años no deseas que tu madre te hable de nada y menos de sexo. Pero mi madre siempre fue muy liberal. Bueno, no me gusta la palabra liberal, y a ella tampoco. Ella se consideraba "libre".

Hablaba de ella y de mucha gente que admiraba como "personas libres". No sé si yo he conseguí ser libre.

Recuerdo que cuando yo tenía catorce años fuimos a un hotel que era un rascacielos. Nos alojamos en el piso 112; el primer rascacielos que pisé en mi vida. Me alucinó, era realmente como estar en el cielo. Fue una sensación extraña e intensa, aunque luego he pisado y vivido en tantos hoteles rascacielos que ese momento se diluyó y lo olvidé.

Por ello, alguna vez, cuando voy en avión y presiento que alguien vuela por primera vez no le quito el ojo de encima. Se nota que disfruta tanto: sentir el despegue, la rutina del vuelo a 11.000 metros y el pánico del aterrizaje. Intento que me inunde su pasión, sus miedos, su primera vez. Si, lo reconozco, soy un vampiro de emociones primarias.

Pues aquel día, en aquel hotel de Nueva York, solo había una habitación de matrimonio. Yo tenía casi quince años, por lo que no deseaba en absoluto compartir cama con mi madre, me daba mucha vergüenza. Así que se lo dije. Ella me miró como solo ella sabía hacerlo. Tan solo posaba sus ojos en mí durante diez segundos, torcía la boca y yo ya me sentía intimidado.

TODO LO QUE PODRÍAMOS HABER SIDO TÚ Y YO SI NO FUÉRAMOS TÚ Y YOWhere stories live. Discover now