Cuando la mano del anciano reapareció del interior de la maleta metálica sus dedos sujetaban dos pequeñas inyecciones de esas que no tienen aguja, de esas que te perforan sin saber ni tan siquiera como. Eran del tamaño de las antiguas tarjetas de usb que mi tío solía tener sobre la mesa de su despacho. El los llamaba lápices electrónicos.
Agradecí que no fueran inyecciones. Nunca me han gustado las inyecciones; me dan miedo. Mi madre siempre decía que eran oportunidades que nos da la vida para soplar, para pedir deseos, pero que te penetren la piel con una aguja nunca será agradable, por mucho que algunos pretendan darte una visión positiva.
El hombre mayor me tendió las dos extrañas cápsulas, pero cuando fui a cogerlas, él de repente no me las dio. Era como lo del pasillo pero a la inversa. Ahora era él quien conocía el camino, quien sabia los pasos y no me daría esa medicación sin las indicaciones pertinentes.
Daba la sensación de ser concienzudo. Esos son los verdaderos enemigos de los impacientes. Yo deseaba inyectármela en vena y él seguramente deseaba darme todos los detalles. Me miró a los ojos bastante fijamente, tanto que no pude más que retirar la mirada.
—¿Sabes como funciona? —preguntó estirando mucho cada una de las sílabas de esta frase.
Me gustaba la delicadeza y el tono de este señor mayor. Era un poco más dulce que el del joven. Se notaba que deseaba empatizar conmigo. No sabía que hacía tiempo que yo ya no deseaba tener más amigos. Hacía años que mi cupo de conocer gente había sido superado con creces.
—Supongo que se inyecta y ya está, ¿no? —respondí.
—Sí... En teoría es así. Se inyecta y ya está. Pero en la práctica es un poco más complicado.
—¿Qué quiere decir?
—¿Nos sentamos? —pidió el anciano muy amablemente.
Supe al instante que no debía sentarme, que no debía escucharle, que tan solo tenía que coger esa inyección y que cumpliera su función. Pero el tono del hombre me gustaba, me recordaba a un antiguo sacerdote que de pequeño solía hablarme de Cristo. Yo lo escuchaba embobado. Creía a ciegas todo lo que me explicó: dogmas, milagros y fe. Hasta que mi abuela estuvo al borde de la muerte y recé tanto que desgasté padrenuestros, avemarías y credos. Mi abuela murió y descubrí que aquel cura me había enseñado unos embrujos que no servían de nada, absolutamente de nada.
Me senté al lado del hombre anciano. El apartó de mi vista las inyecciones como deseando que me concentrase en su voz, en su momento. Parecía un mago de feria.
Hay tanta gente que sabe que tiene un momento y lo aprovecha...
Los pescadores lo saben cuando les pides consejo sobre un pescado sin espinas. Hasta los dermatólogos cuando les enseñas con preocupación una peca oscura saben que ese es su momento. Incluso la señora de la limpieza, que viene los jueves y me regaña porque el polvo se acumula en las zonas inaccesibles, es consciente de que debo escucharla.
—¿Cómo te llamas, chico?
Mientras el viejo intentaba conocerme mejor, el hombre joven encendió un cigarrillo y se giró a mirar la plaza desinteresándose por una conversación que seguramente había escuchado miles de veces.
—Marcos —contesté cortésmente.
—Marcos, sé que la publicidad del producto dice que si quieres dejar de dormir tan solo debes inyectarte el contenido, y poco a poco notarás pequeños cambios que derivarán en poder vivir las 24 horas del día sin dormir.
—Sí, es eso lo que dice.
—Bien, pues debo advertirte que es cierto, pero también es... mentira —sentenció con una interesante pausa dramática.
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TODO LO QUE PODRÍAMOS HABER SIDO TÚ Y YO SI NO FUÉRAMOS TÚ Y YO
Acak¿Y si con solo mirarte pudiera desvelar tus secretos? ¿Y si con solo mirarte pudiera sentir con tu corazón? ¿Y si en solo un instante fuera posible saber quiénes somos el uno para el otro? Marcos acaba de perder a su madre, una reconocida bailarina...