El sueño

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Jamás en mi vida he tenido una pesadilla. Más bien, jamás he soñado. Mis noches, después de cerrar los ojos, son horas de oscuridad. Cuando mis amigos contaban sus alocados sueños o sus terribles pesadillas, yo me quedaba callada, escuchando, teniéndoles envidia. 

Yo quería soñar. Sentir la adrenalina en mis pesadillas, el típico sueño de la caída a gran altura, ser perseguida por un monstruo o ver a mis fallecidos durante un sueño. Quería llegar al colegio y contar esas historias que mi mente creaba. Pero solo veía oscuridad, horas de oscuridad. Para la mayoría de las personas, sus sueños duran varios minutos, en mi caso, la oscuridad me envolvía por horas. Nunca le he tenido miedo, ya que nunca me ha hecho nada o más bien me acostumbré a ella.

Durante noches me esforcé para crear imágenes mientras mis ojos estaban cerrados: imaginaba historias antes de irme a dormir, leía cuentos o novelas, miraba imágenes o películas. Pero nada de eso funcionó. 

Mi madre, que en ese tiempo vivía, era una creyente. Decía que si se lo pedías a dios, él te concedería cuanto desearas. Yo no creía en él, me parecía estúpido creer en algo que nunca he visto: ver para creer. Pero por una vez me permití ese lujo. Cogí un rosario que tenía mi madre en su mesita de noche, me arrodillé en la ventana, mirando hacia la luna y le pedí lo que deseaba: soñar. 

Esa noche me fui a dormir con un buen presentimiento. Mi madre siempre venía alegre de misa, suponía que yo despertaría también alegre. Pero no fue así. No soñé nada. Pero no perdí la esperanza, tal vez mi deseo aún no le había llegado. Esperé una semana, y mis noches continuaban igual que antes: oscuras. Así que si dios no me concedía lo que quería, se lo pediría a su enemigo. ¿Qué perdía por intentarlo?

A la semana, volví a coger el rosario, esta vez, cuando recé, giré la cruz, no miré al cielo si no al suelo y le hice la misma petición: soñar. Un escalofrío recorrió mi espalda. Esa noche, por fin soñé. Iba caminando por la carretera, llevaba un muñeco de trapo en mi mano derecha y la otra estaba en mi rostro quitándome las lagrimas que recorrían mis mejillas, parecía que tuviera unos 5 o 6 años. No sabía donde estaba, no había ninguna farola y no podía controlar mi cuerpo. Parecía más un recuerdo que un sueño. 

Mi sombra, la cual casi era imperceptible a causa de la apoca luz que emitía la luna, comenzó a serlo y a agrandarse. Un ruido familiar procedía de mi espalda. Me giré lentamente, tenía miedo y estaba cansada. Para cuando quise darme cuenta, el coche ya me había mandado varios metros de mi posición. Poco a poco fui cerrando los ojos, llamando en susurros a mi madre. 

Me desperté sobresaltada, toque todo mi cuerpo. Me sentía débil. Miré a mi alrededor, todo era blanco. No sabía donde estaba. Mire mis manos, las cuales se encontraban casi en los huesos. Asustada quité las sabanas, mi cuerpo se encontraba igual. Me sobresalté, comencé a hiperventilar. ¿Qué había pasado? 

Con mi mano izquierda toqué algo. Miré que era. Era un peluche de trapo igual al de mi sueño pero bastante más estropeado. Alcé la mira cuando un médico entró corriendo a mi cuarto. Me chequeó y al rato se fue para llamar a mi familia. Mi madre fue la primera en entrar.

-Hola cariño, ¿cómo estás? 

-Mamá, ¿qué está pasando?

-Hija, te acabas de despertar de un coma, llevas diez años dormida, mi vida. 


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