Los truenos golpean las ventanas de su habitación, y es que ella le teme a las tormentas; quizás sea por su oscuridad, o tal vez por su eléctrica incandescencia que eriza el bello y recorre el alma. El silencio se asoma, temeroso de volver a ser interrumpido por las gotas vociferantes, lágrimas que inundan los caminos de su mente y desbordan los pensamientos de su cabeza, lágrimas que destiñen los colores de sus mejillas y desdibujan la sonrisa de sus labios.
Una vez le preguntaron: ¿por qué le temes a la tormenta?. Y por respuesta sólo se obtuvo silencio, porque el silencio le trae paz, el silencio le trae calma. El silencio le hace sentirse a salvo. El silencio achica el agua de su interior.
Pero el silencio ensordece, y llegó el día en que ya no oía la tormenta, ya no escuchaba su bramido, ya no respiraba el miedo que le causaba. Ese día salió a la calle y dejó de mojarse bajo la lluvia, empezó a sentir el agua recorrer su piel, empezó a sentirse una con la tormenta.
En aquel momento comprendió por qué la tormenta llenaba de oscuridad las vidas de las personas, el porqué de su existencia. Sin una tormenta que oscurecer el día, ¿cómo podía deslumbrar la claridad y la luz?. Para que hubiese luz, debía haber oscuridad. Por eso la tormenta regresaba a su vida, para que la luz pudiese derrotarla y la felicidad ganase una vez más. La tormenta era la perdedora de una batalla sentenciada. La tormenta era la luz oscura que confería la paz.
Entonces una lágrima escapó de su mirada para unirse a la lluvia, el destello de sus ojos centelleó hacia el cielo en busca de energía, y su alma tronó de libertad.