En estos momentos estás en una carretera, un largo sendero de asfalto que se pierde en el horizonte. A ambos lados se encuentran metales que enumeran los segmentos ya recorridos y aún por recorrer.
Echas la vista atrás y observas el camino andado en busca de la respuesta a todas tus preguntas, pero ahí no está... Cerca del comienzo del viaje se encuentran expediciones, descubrimientos, aprendizaje... experiencias que han definido tu base más profunda. Más adelante, junto a los escombros de los primeros modelos de tu vehículo se hayan las curvas cerradas que tantos accidentes te provocaron, eso frágiles y débiles ejemplares que se quebraron al primer volantazo, la primera crisis.
Cada vez hay menos restos de esos intentos fallidos, pues tu transporte ha mejorado, ha evolucionado haciéndose más resistente a cada golpe, estando cada vez menos expuesto a los angostos peligros que te aguardan a la vuelta de la siguiente curva.
En este mismo instante te encuentras en un transporte blindado a prueba de golpes, palabras y mal tiempo. Suerte que el asfalto está seco, el día es soleado y a la vista no se avecinan curvas. Curvas no, pero sí el final de todo lo que has conocido hasta ahora, a lo lejos vislumbras una intersección. Una bifurcación que te depara dos futuros muy distintos el uno del otro, el primero se haya iluminado por bombillas rosas y está acomodado entre cojines y algodón, el camino te tratará con respeto y no sufrirás daño alguno, pero olvidarás el significado del verbo vivir. Sin embargo en la dirección opuesta se encuentra un camino iluminado únicamente por las farolas de una calle asfaltada con los prismas rotos de la verdad. Al avanzar se auguran golpes y caídas que te destrozarán y te desmembrarán haciéndote dudar de tu propia existencia, pero también se adivinan sonrisas bajo la lluvia, plenitud espiritual y felicidad interior.
No hay una opción C , no hay un tercer camino, los frenos no funcionan y la decisión es inevitable; hay que saltar o dejarse hundir.