VI

89 26 26
                                    

Tocas con las yemas de tus dedos el reflejo de la enorme diadema que adorna tu castaño cabello; te queda horrible. Miras el vestido horrorizada; no te gusta. Los estilistas te maquillaron demasiado estridente; te dices a ti misma que pareces una payasa.

No, no es tu boda.

Te sientes como una invitada, una espectadora, no la protagonista.

Suspiras, piensas que ya no puedes hacer nada.

Te equivocas, bella.

Tu madre entra en el cuarto, luce un vestido de Louis Vuitton, verde esmeralda y con piedras valiosas sobre el corsé. Radia felicidad, al contrario que tú. Te riñe al ver tu seriedad, te exige una sonrisa. La consientes y fuerzas una. Se mira en el espejo y se alaba a sí misma diciendo lo guapa que está. Asientes con la cabeza y la oyes advertirte que no arruines la boda con tu cara de mosca muerta.

Aprietas los puños y mascullas una afirmación.

Se va y entra tu hijastro vestido con traje azul. Te observa de arriba abajo y silba con aceptación. Te comenta que estás irresistible, pero tú vuelcas los ojos y entrelazas tu brazo con el suyo sin prestarle atención.

Él te llevará al altar.

Los músicos contratados dan comienzo a la música. Observas a las decenas de personas sentadas en las sillas, decenas de caras —también— desconocidas para ti. Justo en frente se encuentra la familia de él y su madre. Y algunos conocidos de la familia que tú aún desconoces.

Tu prometido, y muy pronto esposo, está parado al lado del cura. Te observa embelesado, no puede creer que de verdad se casará con una mujer tan hermosa como tú. Por fin llegas sobre la tarima, apenas puedes soportar el dolor provocado por los altos zapatos con tacón. Tu madre te obligó a ponértelos; tú no querías.

El cura da comienzo a la ceremonia.

Intercambias las arras. Las manos de él no cesan de temblar mientras tanto de tal modo que te pone nerviosa. Él te jura amor eterno y fidelidad. Tú, te obligas a ti misma, mientes sobre un amor a primera vista y sobre eso de no importarte la diferencia de edad entre vosotros.

Te tiembla la voz.

Todos aplauden con una emoción falsa.

Los observo desde las sombras.

Todos plásticos, con sus sonrisas, rostros y vidas de plástico.

Pero llegó la hora de la gran pregunta.

Él casi grita que sí, tú te callas.

Sientes como te quedas sin aire, estás presa del pánico. No es esto lo que quieres, no es tu sueño, no es el hombre que amas. Esa mujer no eres tú.

¡Date cuenta antes de que sea demasiado tarde!

Observas el suelo de madera, le observas a él, a tu madre, al cura, a las decenas de personas que te observan impactados.

Cuando lo ves.

Está ahí, vestido totalmente de negro, con unas gafas de sol que cubren aquellos ojos que tan bien conoces, apoyado en el marco de la entrada de la iglesia. Te observa fijamente, sabes que sin pestañear.

Se nubla tu vista y lágrimas se acumulan en tus preciosos ojos.

Sonrío.

Tu madre se da cuenta, se para de pies y se dirige hacia ti. Te grita, pero no la escuchas. Se arma un alboroto. Él no entiende lo que está ocurriendo, no deja de preguntar quién es él y qué hace aquí.

Gritas.

Gritas con toda tu fuerza un no rotundo.

Por fin, bella, por fin.

Bajas de la tarima y echas a correr hacia él. La falda de aquel horrible vestido te molesta, la arrancas. Los restos de la tela vuelan hacia el suelo. Te quitas aquellos dolorosos zapatos con tacón y tus pies hacen contacto con el frío suelo.

Llegas, saltas sobre él. Te abraza, lloras y buscas desesperada sus labios. Le extrañaste, le extrañaste tanto...

Él nota que tu madre y el otro se acercan despotricando. Te agarra con fuerza de la mano y echa a correr, arrastrándote con él. Le sigues sin dudar, en este momento lo único en lo que piensas es en sus labios. ¡Estás feliz!

Lo demuestras con tu risa, con tus gritos de júbilo que son música para los oídos de tu amado. No cesa de sonreír observándote. Siempre supo que le mentiste, que en realidad amas solamente a él, simplemente esperaba a que te dieras cuenta de tu error.

El viento fresco choca con vuestros rostros, sube la velocidad de su moto. Quiere librarse del abuelo, como él empezó a llamarlo. La disminuye cuando se asegura que les ha perdido de vista.

Siente como apoyas tu cabeza en su espalda, como aprietas tu agarre en su cintura. Se ríe porque sabe que estás sonriendo. Y ahí, con el viento en tu cara, abrazada a tu amado, te das cuenta que jamás estuviste más... libre.

Te das cuenta que por mucho dinero y fama que tengas, nunca podrás comprar la felicidad, y tampoco sacrificarla por la de otras personas, aunque sean queridos tuyos, porque ella está donde el corazón elige y eso NADIE, absolutamente nadie, podrá cambiarlo

Y eso debería aprenderlo tu madre.

Te dejaste manipular por ella, te mintió, te menospreció cuando más la necesitabas. Sí, somos humanos, cometemos errores, y seguramente en el fondo te ama, pero a ti te costará mucho tiempo sanar las heridas provocadas por ella y sobre todo... perdonarla.

Estoy orgulloso de ti, bella.

Fin

Se ve en su rostro©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora