Capítulo 36

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Habían dado con el lugar. Estaba sumergido a la orilla de un río de casas abandonadas que se extendía un par de kilómetros. Eran restos cicatrizantes de dinosaurios de madera y piedra que se resistían a desaparecer. En un momento olvidado fueron cunas de familias alegres.

El templo permanecía erguido soportando el embate de los siglos. Los espectros que lo habitaban debían hacerle mantenimiento. Descendieron de sus vehículos y algunos de ellos se persignaron. El padre Milson fue el primero y la oficial Eminda, la última. Ella prefirió acariciar primero el arma, y el padre Milson, el tarro con agua.

Analé se abalanzó sobre la puerta de entrada del templo sin pedir permiso, y llamó a gritos a su hermana. No tuvieron tiempo de detenerla con la voz.

El interior les reveló lo que en otra época fue un santuario. Aún perduraban algunas bancas viejas testigos de la última misa olvidada en el tiempo. Pero ahora le pertenecían a las alimañas del campo. Había una notable variedad de evidencias anatómicas habitando sobre ellas. Llegaron con la hierba que se arrastraba como serpiente por el piso.

Todavía existía el confesionario que lucía deprimente y asfixiado de voces púdicas y pensamientos pecaminosos atrapados en su espacio, que por el peso de los pecados, quedó inmóvil cerca a la entrada principal. Ya era la cuna de un animal salvaje que se confesaba todas las noches con el demonio y reposaba la penitencia sobre el reclinatorio. A su lado, el recipiente de losa guardaba el agua bendita, que por los años de abandono, estaba coagulada y había perdido sus propiedades religiosas. Era casi barro para santiguar las simonías de los muertos.

Muy cerca, la puerta permanecía entreabierta a la espera de algún feligrés extraviado de su juicio. Las paredes estaban desprovistas de imágenes santas, y los vitrales que sobrevivían con sus escenas representativas de la vida de Cristo, habían sido torturados por el abandono y el tiempo.

Las tres cúpulas en su interior, una sobre el altar y dos en las naves laterales, eran la guarida de cientos de murciélagos. Estaban de descanso por la claridad del día. La pared del fondo detrás del altar también lucía desnuda. Cristo había tomado su cruz cuando todos decidieron irse, y se marchó con ella sobre sus hombros.

—Ningún rastro de vida humana y presiento que nos observan demasiados ojos —mencionó Eminda.

—Hace falta un poco de luz —dijo en voz baja el padre Milson.

De repente, desde el altar se fueron encendiendo las velas de los faroles distribuidos a cada lado de las naves laterales, que colgaban de las repisas metálicas incrustadas en las columnas y adornadas de arabescos. El templo quedó iluminado con luz etérea y levemente brumosa que distorsionaba hasta un suspiro.

Todos se miraron entre sí a la espera de ver al atento fantasma.

—Sus pensamientos hablados son órdenes, pero le sugiero que se quede callado, padre —agregó Eminda.

Las manos derechas de los agentes acariciaban las fundas de las armas. La mano derecha del padre Milson acariciaba el tarro con agua, ya sin tapa. Había tomado un sorbo para refrescar el interior y combatir los fantasmas de la duda. En medio de ellos iba el doctor Sié armado de valor y conocimiento. Y delante de ellos se atrevía Analé a desafiar el miedo. Parecían sus escoltas.

Un nuevo grito que llevaba el nombre de su hermana arrancado con desesperación les puso a fibrilar el músculo cardíaco y hasta los pensamientos. El eco continuó gritando y rebotando como una pelota de ondas hasta llegar a la sacristía en la banca donde estaba recostada la mujer, sacudió su rostro y le gritó al oído. Sus ojos se abrieron igual que su boca, y el grito se coló hasta la faringe para arrancar el suyo. Era Légore. Se incorporó de la silla halada por el amor de su hermana.

Entre vientres de papelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora