Capítulo 3

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Nueva York, cinco años y algunas semanas atrás.

Vacía. La cuarta cama en la habitación volvía a estar vacía.

«¿A dónde se había ido el remedo de simba?», se preguntó intrigada.

Después de terminar el doble turno el día anterior, se había ido a su casa directa a echarse en su cama. Traía horas y horas de cansancio físico encima —sin contar el cansancio mental—, y si le sumamos el estrés emocional, que le causó el episodio con el paciente sin nombre, llegó hecha casi una piltrafa.

Durmió horas, muchas horas. Horas que la revitalizaron y le hicieron comenzar su turno de noche, al día siguiente, con ánimos. Ánimos que, inexplicablemente, se esfumaron al confirmar que el paciente T.G. había abandonado el hospital durante el turno de la mañana.

Los días siguientes a la partida de T.G. sucedieron sin sobresaltos. Eso hasta que, casi un mes después, hubo un hecho que conmocionó a Candice.

—James está ingresado en terapia intensiva. —Había escuchado decir a la jefa de residentes.

Las piernas le flaquearon, el corazón se le aceleró y todo el cuerpo comenzó a humedecérsele con un sudor frío.

«No, James no por favor, James no», se repetía en su corazón mientras corría hacia el área donde se encuentra el pequeño luchando por su vida.

James es un niño huérfano de una de las tantas casas hogar que existen en la ciudad. Sin ningún familiar que lo aliente. Sin nadie que le abrace cuando los dolores son insoportables. Sin nadie que le llore cuando ya no esté. Solo.

«Me tiene a mí. Yo seré familia», había pensado cuando supo por qué nunca veía a nadie junto a su cama.

Desde ese día, hace cinco meses, lo adoptó en su corazón. Sin embargo, no puede permanecer con él como quisiera. Aunque su condición de residente le facilita visitarlo durante los turnos en varias ocasiones, no puede quedarse junto a su cama por las noches, ni acompañarlo en todas las hemodiálisis.

Con la respiración agitada se detuvo frente al puesto de enfermeras de la "Unidad de Terapia Intensiva Pediátrica -UTIP", como rezaba la placa en la puerta que la separaba de las demás áreas del hospital. Se aclaró la garganta antes de pedir a la mujer tras el mostrador el expediente de James. Con manos temblorosas lo tomó, leyendo con ansiedad la última anotación. El alivio que sintió al leer la palabra "estable", casi le provocó un desvanecimiento. Según los datos de la ficha clínica, había presentado arritmia y una subida importante de la tensión arterial durante la hemodiálisis y casi había entrado en paro.

—En observación —musitó al tiempo que devolvía la ficha a la enfermera.

Ese turno lo pasó sin ver. Revisó a sus pacientes y cumplió con sus obligaciones, no obstante, su mente volvía a James. Por la tarde, antes de irse, pasó a la UTIP.

Le dolió verlo a través del cristal, pálido y quieto, respirando por la mascarilla. Le dolió recordar sus ojos vivaces y su ánimo festivo.

El día anterior estuvo armando un rompecabezas del rey león, que T.G. le había enviado junto con una máscara de simba. A Dafne y Felicity les había enviado una de nala y sarabi, un par para cada quien. Esos regalos le habían tocado el corazón. No obstante, fueron el par de entradas al musical, para James y las niñas, las que la suavizaron. Enterarse del gesto del insufrible paciente la conmovió, haciendo que su inquina contra él disminuyera un tanto. Sobre todo al ver lo emocionado que estaba James con su máscara, cantando Hakuna Matata con las pequeñas.

Decidió que esa noche iría a Broadway y traería una grabación del musical completo —a como diera lugar—, y, de ser posible, un autógrafo de simba. Cuando James saliera de la UTIP, le daría la sorpresa, la cual estaba segura que le animaría. Y, apenas pudiera salir del hospital, le llevaría al teatro a hacer efectivas las entradas.

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