XXIV
Déjenlos reír
Dickon, además de trabajar en el jardín secreto, cultivaba verduras para su madre en un pequeño huerto junto a la casa, con sus animales regalones. Muy temprano en la mañana y también al atardecer, hacía maravillas en su plantación. En la tarde, cuando la señora Sowerby tenía un momento libre, se sentaba sobre el muro a escuchar de su hijo las noticias del día.
Fue durante una de estas conversaciones que ella supo los últimos acontecimientos del Manor. En un comienzo su hijo sólo le contó que Colin estaba muy entusiasmado jugando en el parque. Pocos días más tarde los niños decidieron hacerla partícipe de su secreto y Dickon le relató los emocionantes momentos en que descubrieron el jardín; la amistad de Colin con Mary, luego del drama de la noche de la rabieta; la forma en que llevaron al niño al jardín secreto y de qué modo se enfrentó con Ben.
La señora Sowerby hizo muchas preguntas. Estaba encantada de escuchar que era la presencia de Mary la causa del cambio en el carácter del niño enfermo. A su vez se interesó por conocer la reacción del doctor y de los empleados ante la transformación del aspecto de Colin. Así se enteró de que los dos primos trataban de no levantar sospechas en cuanto a su recuperación.
—Me imagino lo que gozará ese par de niños al intentar engañar al doctor y a los empleados —dijo la madre de Dickon—. A esa edad les encanta actuar. Cuéntame cómo lo hacen.
Dickon contó a su madre las diarias aventuras de los dos primos. En la mañana, cuando el lacayo acarreaba a Colin hasta su silla de ruedas, el niño se hacía el desvalido rezongando que no lo trataban con cuidado. Mary seguía la actuación diciendo: "¡Pobre Colin! ¿Te duele mucho, o es que estás tan débil que no resistes tanto movimiento?". El problema eran los ataques de risa. Apenas llegaban al jardín tenían que sofocarlos entre los cojines para que nadie los escuchara. Pero la mayor dificultad consistía en que cada día se sentían más hambrientos y, como pedían más comida, los empleados empezaron a sospechar que Colin ya no era un inválido. Mary había intentado darle su parte de comida, pero él no aceptó, porque, según decía, ambos debían robustecerse juntos.
La señora Sowerby se rió mucho al escuchar el relato y de inmediato ideó la manera de ayudarlos. Cada mañana les enviaría leche con crema y pan con pasas del que comían sus hijos. Así podrían satisfacer su hambre sin que los descubrieran.
La madre de Dickon tenía razón al pensar que el actuar era una gran entretención para Colin y para Mary. La idea había nacido un día en que la enfermera y el doctor, admirados de los progresos y del apetito de Colin, propusieron escribir al señor Craven contándole las buenas nuevas.
Ante la insistencia del doctor, Colin decidió fingir que no estaba tan bien como aparentaba.
—No quiero que le escriban a mi padre —dijo—. Sería tremendo desilusionarlo si vuelvo a recaer, incluso puedo empeorar esta misma noche. Si escriben a mi padre me dará fiebre porque me estoy empezando a enojar.
—No te preocupes, muchacho —le calmó el doctor—. No escribiremos sin tu permiso. Eres demasiado sensible, no eches a perder lo que has progresado.
Desde ese día Mary y Colin se alarmaron. Al mismo tiempo planearon la forma de actuar para no ser descubiertos. Por una parte, Colin trataría de comer menos, lo que era muy difícil cuando, al despertar con apetito, lo esperaba un suculento desayuno.
Una mañana, luego de haber trabajado por dos horas, Dickon sacó de detrás del rosal un jarro de leche y panecitos envueltos en una servilleta para conservar su calor. La sorpresa produjo gran alboroto. ¡Qué maravillosas eran las ideas de la madre de Dickon! Sin duda ella era inteligente y muy buena.
—Creo que, igual que Dickon, en ella hay magia —dijo Colin—. Siempre piensa cosas buenas.
Este fue el comienzo de varios incidentes muy agradables entre los que participaban del secreto del jardín. Al mismo tiempo, los niños se dieron cuenta de que la señora Sowerby tenía catorce personas a quienes alimentar. Por eso le preguntaron si podían pagarle algunos de los alimentos.
En el bosque que lindaba con el parque, Dickon descubrió una pequeña hondonada en la cual podían construir un pequeño horno de piedras para asar papas y huevos, los que fácilmente podían comprar y así en la pequeña casa del páramo no se vería disminuida la ración de comida.
En las mañanas de buen tiempo se reunían en círculo bajo el dosel del árbol. Luego Colin caminaba, ejercicio que repetía varias veces durante la jornada. Las caminatas lo tenían cada vez más robusto y, a medida que pasaban los días, el trayecto se alargaba.
Aun cuando creía cada vez con mayor intensidad en los efectos de la magia, fue Dickon quien le enseñó los ejercicios que, a la larga, le serían de gran utilidad. El muchacho tenía un amigo que era campeón de lucha y que le había enseñado la manera de fortalecer las piernas, brazos y músculos en general. Cuando le habló de esto a Colin, el niño le preguntó con enorme entusiasmo:
—¿Me puedes enseñar esos ejercicios? ¿Lo harás?
—Por supuesto —contestó Dickon—. Sólo que mi amigo me advirtió que los ejercicios se deben hacer con cuidado y jamás cansarse. Además, hay que aspirar profundamente entre cada uno.
Lenta y cuidadosamente Dickon le enseñó varios movimientos, algunos de los cuales podía hacerlos sentado. A su vez, Mary también empezó a practicarlos. Al verlos, Soot se perturbó porque no podía ejecutarlos. Muy pronto, esta práctica formó parte de la rutina diaria y, poco a poco, pudieron ejecutar los ejercicios sin cansarse. Cada día tenían más apetito y si no hubiera sido por las provisiones que enviaba la madre de Dickon y los alimentos que asaban en el horno de piedra, no habrían podido continuar rechazando las comidas de la casa. El doctor estaba cada día más perplejo. Aparentemente los niños no comían, pero, en cambio, cada día se les veía más saludables.
Después de varios días sin haber examinado a Colin, el doctor no pudo dejar de decir al observarlo:
—Siento saber que no estás comiendo. Perderás lo ganado, aunque has mejorado de una manera impresionante. ¿Cómo es que hasta hace pocos días comías tan bien?
Al escucharlo, Mary casi se atoró de la risa. Más tarde, a solas con Colin, le explicó que al oír decir que no comía, había recordado cómo devoraba las papas y los panes con crema y mermelada.
El doctor, muy perplejo, le preguntó al ama de llaves:
—¿Hay alguna manera de que estos niños consigan comida fuera de casa?
—No, no la hay —contestó ella—. A no ser que caven la tierra o la saquen de los árboles.
—Bueno —dijo el doctor—, no debemos preocuparnos si aun no comiendo tienen buena salud. El niño es otra persona.
—También la niña —dijo la señora Medlock—. Desde que ha engordado, ha perdido la mirada agria y está empezando a verse bonita. Su pelo está creciendo con fuerza y brillante. Ella, que era sombría y callada, ahora no deja de reírse. Quizás engordan con sólo reír.
—Quizás es así —dijo el doctor—. ¡Déjenlos reír!.