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Dickon

Durante una semana el sol brilló en el jardín secreto, como lo llamaba Mary. Le gustaba el nombre, pero lo que la hacía más feliz era que, al cerrar la puerta, le parecía estar en un lugar encantado. Afuera quedaba el resto del mundo y nadie sabía dónde se encontraba. Le recordaba los jardines secretos descritos en los libros de cuentos, aun cuando ella no pretendía dormir en él por cien años. Al contrario, cada día se sentía más alerta, le gustaba más estar fuera de la casa, amaba el viento, corría más rápido y podía saltar hasta cien. Probablemente otro tanto les sucedía a los bulbos del jardín. Les llegaban el sol y la lluvia y así cobraban nueva vida.

Mary, además de ser muy decidida, no era una niña corriente. Ahora que había encontrado algo interesante que hacer pasaba las horas absorta en la tarea de cavar y desmalezar. El trabajo era para ella como un juego fascinante. Cada día aparecían nuevos brotes verdes, algunos tan pequeños que apenas sobresalían del suelo. Al verlos, se preguntaba cuándo florecerían y trataba de imaginar cómo se vería el jardín cubierto de flores pequeñas.

Durante esa asoleada mañana creció su intimidad con Ben Weatherstaff. En más de una ocasión lo había sorprendido al aparecer repentinamente a su lado, como si brotara de la tierra. La verdad era que ella temía que él se alejara si la veía venir. Pero a él ya no le molestaba la presencia de la niña; más bien se sentía orgulloso de ver el interés con que ella lo buscaba.

Esta mañana él estaba más comunicativo que de costumbre.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —le preguntó a trompicones.

—Creo que más o menos un mes —contestó ella.

—Está empezando a darle crédito a Misselthwaite —dijo—. Está más gorda y no tan pálida como cuando llegó. Al comienzo parecía un cuervo amarillo sin plumas. Yo pensé que jamás había visto en alguien tan joven una cara tan fea y amargada.

Como a Mary no le importaba mucho su físico, no se ofendió por este comentario.

—Ya sé que estoy más gorda —dijo—. Mis medias ahora no se arrugan. ¡Mire, Ben!, ahí está el petirrojo.

A ella le pareció que el pajarito estaba más lindo que nunca con su pecho rojo brillante y haciendo gracias con su cola y cabeza. A toda costa deseaba ser admirado por Ben, pero éste había amanecido sarcástico.

—¡Ah, con que ahí estás! Ahora vienes a verme cuando no tienes a nadie más. ¿Es que durante estas dos semanas te has pasado lustrando tus alas y el pecho para cortejar a alguna dama y luego decirle que eres el petirrojo más fino del páramo y que siempre estarás listo a luchar por ella?

Mary casi no podía creer lo que veía al observar cómo el petirrojo voló y se posó en el mango de la pala de Ben. La arrugada cara del viejo se transformó, mientras se quedaba inmóvil, asustado hasta de respirar, para que el pajarito no se volara. Luego le habló en un susurro.

—¡Miren cómo sabe conquistarse a un hombre! Es casi sobrenatural.

Permaneció muy quieto hasta que el pajarito agitó sus alas y voló. El jardinero observó el mango como si tuviera poderes mágicos y, en silencio, volvió a cavar.

Mary le preguntó:

—¿Tiene usted su propio jardín?

—No, soy soltero y alojo en la casa del guarda.

—Si tuviera un jardín, ¿qué flores plantaría?

—Bulbos y flores con aroma, especialmente rosas.

El Jardín Secreto Donde viven las historias. Descúbrelo ahora