XVII
Una rabieta
Como se había levantado temprano y trabajado duro en el jardín, Mary estaba cansada y con sueño, por lo que tan pronto comió, se acostó.
Era casi medianoche cuando despertó con un ruido espantoso que la hizo saltar de la cama. ¿Qué podía ser? Al momento creyó saberlo. Las puertas se abrían y cerraban. Se sentían pies que corrían por el corredor junto con horribles llantos y gritos.
—¡Es Colin! —dijo—. Está con esa rabieta que la enfermera llama histeria. ¡Es atroz!
Al escuchar pensaba que con razón los de la casa ante estos gritos preferían darle gusto en todo. Sintiéndose enferma, temblando se tapó los oídos.
—¡No sé qué hacer! ¡No puedo soportarlo!
Aun presionando las manos sobre sus oídos continuaba escuchando los espantosos gritos que llegaban hasta ella. Estaba tan atemorizada que repentinamente se enojó y creyó que también a ella le daría una rabieta. Lo asustaría a él, como él lo hacía con ella.
—¡Tienen que hacerlo callar! ¡Deben hacerlo! —gritó.
En ese momento oyó que alguien corría y abría la puerta de su dormitorio. Era la enfermera muy pálida.
—Le ha dado histeria —dijo apurada—. Se hará daño y nadie puede controlarlo. ¿Por qué no viene y trata de animarlo? Usted le gusta.
—Esta mañana me echó de su pieza —dijo Mary, golpeando con el pie.
—Así es —dijo la enfermera—. Por eso vaya y regáñelo. Dele algo nuevo en qué pensar. ¡Hágalo lo más pronto posible!
Sólo más tarde Mary pensó que la situación había sido tragicómica. Divertida, por el hecho de que los mayores tuvieron que recurrir a una niña porque ellos estaban asustados y no sabían cómo actuar.
Ella corrió y a medida que se acercaba al dormitorio de Colin su ira iba en aumento. Al empujar la puerta se sentía lo bastante malvada como para acercársele y gritar:
—¡Debes callarte! ¡Cállate! Te odio, y todos te odian. Quisiera que con tus gritos todos huyeran y te dejaran solo. Morirías gritando.
Una niña encantadora y simpática jamás habría dicho estas palabras, pero la sorpresa de escucharla fue el mejor remedio para este niño histérico, a quien nunca nadie contradecía.
Tendido de boca golpeaba las almohadas con las manos y casi saltó al oír la furiosa voz de la niña. Su cara se veía espantosa, blanca e hinchada, boqueando y tosiendo, pero a la pequeña y salvaje Mary no le importó.
—Si gritas nuevamente —le dijo—, yo también gritaré y tan fuerte que te asustarás tanto como me asusté yo al oírte.
Él había dejado de gritar y las lágrimas corrían a torrentes por su cara.
—¡No puedo parar! ¡No puedo! ¡No puedo!
—¡Sí puedes! —gritó Mary—. La mitad es histeria y mal genio.
—Sentí la protuberancia en mi espalda —sollozó Colin—. Sabía que me saldría y ahora moriré.
—No tienes ningún bulto, es sólo histeria. No le pasa nada a tu horrible espalda. Date vuelta y déjame mirar... ¡Enfermera! Venga y muéstreme la espalda de Colin.
La enfermera, la señora Medlock y Martha, de pie junto a la puerta, la miraban con la boca abierta.
—Quizás no me dejará —dijo en voz baja la enfermera.
Colin la oyó y dijo:
—Muéstresela, ¡ella puede verla!
Era una espalda delgada y penosa de mirar porque en ella se contaban las costillas. Se escuchó un minuto de silencio mientras Mary miraba atentamente la espalda, con tanta atención como si lo hiciera el doctor londinense.
—No hay ningún bulto, ni siquiera del tamaño de un alfiler. Si vuelves a decir que tienes uno, me reiré.
Nadie mejor que Colin supo el efecto que estas rabiosas palabras surtieron en él. Si con anterioridad hubiera tenido con quien hablar sobre sus temores o a quien hacer preguntas. Si hubiera tenido la compañía de otros niños y no pasara tendido respirando una atmósfera de miedo, rodeado de gentes ignorantes y aburridas de él, se habría dado cuenta de que, en parte, su enfermedad la había creado él mismo. Ahora, al escuchar la insistencia con que la niña le decía que no estaba enfermo, pensó que quizás era cierto.
—Yo no sabía que él creía tener un bulto en su espalda —dijo la enfermera—. Sólo la tiene débil por no querer sentarse.
—¿Es verdad? —preguntó Colin patéticamente.
—Sí, señor.
La rabieta se le había pasado y el cansancio y debilidad lo hicieron ser gentil. Estiró su mano hacia Mary, quien a su vez le alargó la suya como si hicieran las paces.
—Saldré contigo, Mary —le dijo—. En adelante no odiaré el aire fresco y Dickon podrá empujar mi silla.
Una vez que la enfermera rehizo la cama y dio a los niños una taza de caldo, se fue dejándolos solos. Mary aproximó el piso y tomó la mano del niño.
—¿Quieres que te cante la canción de mi aya? —murmuró.
—¡Sí, por favor! Aunque dijiste que me contarías muchas cosas. ¿Has descubierto algo sobre el jardín secreto?
—Creo que sí —le contestó mirando la pequeña y cansada cara del niño—. Trata de dormir y te contaré mañana.
—¡Oh Mary!, si puedo entrar en él, creo que podré vivir y crecer. En vez de cantarme, ¿me puedes contar nuevamente cómo crees que es por dentro?
El cerró los ojos y ella, teniéndolo de la mano, le habló suavemente de cómo imaginaba el jardín cerrado. Al fin Colin se quedó dormido.