Prólogo

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Podría empezar esta historia diciendo "había una vez en una tierra muy lejana", pero creo que no estaría bien. Está demasiado visto y, encima, sería mentira. No fue tan lejos en realidad, sino que sucedió acá nomás; y no fue hace tanto. Bueno, un poco sí. Todo comenzó hace algo más de un siglo.

Una familia de clase alta, que vivía en una casona elegante en la ciudad de Buenos Aires, se encontró con una situación que podría calificarse, por lo menos, de rara. Los involucrados fueron una pareja con su hija. Y una tía de la nena; no nos olvidemos de ella que es importante. En fin, lo que pasó fue que esta madre de familia y su hermana acostumbraban ir a fiestas lujosas y hacer viajes a Europa, de los que volvían con unos vestidos carísimos de telas muy delicadas y con las joyas más grandes y brillantes que uno pudiera haber visto. Sin embargo, después de su casamiento, la mujer tuvo menos oportunidades de adquirir todas las prendas que quería porque, aunque tuviesen muchísimo dinero, su marido parece que tenía una jaulita escondida en el bolsillo de la que dejaba salir al cocodrilo justo cuando su mujer quería comprarse ropa. Como consecuencia, el día que hubo una fiesta especialmente importante en el club de su esposo, ella le pidió prestado a su hermana un vestido. Y no era uno cualquiera, sino que era su preferido.

Ella se lo otorgó, aunque con ciertas dudas —lo que les dije, le encantaba—, y no hubiera habido problemas de no ser por la hija de la pareja: Rosa. Voy a resumirlo de la siguiente manera: una niña de cinco años, un vestido de color claro y torta de chocolate son una mala combinación. Y si a eso se le suma, además, manos pegajosas por jugo y la copa de papá con vino tinto... Sí, creo que ya se lo imaginan.

La hermana de la mujer se puso como loca y aunque le dieron un vestido nuevo como compensación, nunca superó el hecho de que hubieran arruinado su favorito. Por eso, hizo algo atípico para la época y para alguien de su clase social: empezó a tomar unas clases de hechicería y mal de ojo. Por correspondencia. Sí, exacto, eso que están pensando: ¿a quién se le ocurre? Bueno, a ella.

Incluso aunque hay quienes dudan de la efectividad de ese tipo de embrujos, a nadie se le cruzaría por la cabeza que algo tan práctico como la magia pudiese aprenderse por carta... Así que solo podemos imaginar el tipo de entrenamiento que recibió.

Por la demora habitual del correo, sumada a las dificultades de aprender algo como eso a distancia, y la planificación de la venganza —esta mujer no se caracterizaba por ser la mente más brillante de Buenos Aires a principios del siglo veinte—, debieron pasar más de diez años para que ella consiguiese su revancha. Aunque, la verdad, ¿quién querría vengarse por un vestido arruinado una década después? Ella.

Planeó todo a la perfección. A su hermana se le había dado por hacer bordados y usaba para eso unas agujas especiales. Ella creó, siguiendo la receta —y permitiéndose algunas licencias, las escamas de cocodrilo australiano no eran tan sencillas de conseguir, lo mismo que el pelo de camello—, una poción que aplicaría a las agujas de su hermana y que le haría perder todo el pelo y aumentar veinte kilos en una noche (imagino que creyó que así no tendría más eventos sociales y, si se atreviera a ir a alguno, no podría pedirle prestada ropa). Sin embargo, lo que ella no imaginaba era que los pequeñísimos cambios que introdujo cambiaron la pócima. Tampoco pudo prever que Rosa, de dieciséis años por aquel entonces, querría seguir una moda del momento y hacerle unos ajustes a su vestido con las agujas de su madre. En fin: la chica se pinchó el dedo y de inmediato se desvaneció.

Nadie consiguió despertarla, sin importar lo que hicieran. No sirvió llamarla por su nombre, sacudirla, hacerle oler esencias fuertes ni que beba un poco de whisky. Tampoco arrojarle agua helada, ni darle cachetazos, pincharla o que el perro familiar le baboseara la cara (no pregunten por qué imaginaron que eso podría servir). Varios médicos pasaron en procesión por la casona de Retiro sin resultados: Rosa no despertaba.

Pero si ese hubiera sido el único resultado del embrujo de su tía, no hubiera sido tan tremendo. No, la cosa no quedó ahí. Resulta que por uno de los cambios que hizo en los versos en latín (ya les dije que no era una de las grandes iluminadas del siglo), donde fuera que Rosa estuviera, una muralla vegetal separaba el mundo exterior de su residencia. Rosales con espinas enormes y afiladas como el aguijón de una avispa y árboles variados crecieron alrededor de la casa. Y en la calle. Y en los jardines de los vecinos.

Finalmente, buscando un poco de paz (y algo presionados por los que vivían en los alrededores), la familia decidió mudarse a una zona rural alejada. Compraron una casa grande de dos pisos en medio del campo y se trasladaron hacia allá junto con su hija, que seguía durmiendo como un koala. La ventaja de su nueva ubicación era que el poblado más cercano se encontraba a varios kilómetros y, debido al bosquecillo que se estableció sin limitaciones alrededor de la casona, los vecinos no se aventuraban en esa zona. Al menos no después de que quisieron darles la bienvenida y fueron atacados de manera masiva por las gatas peludas que vivían en los árboles.

Así fueron pasando algunos años hasta que una joven practicante de hechicería pasó por la ruta cercana de camino a un pueblo y se encontró atraída por el lugar. Logró llegar hasta la residencia y enterarse de lo sucedido a través de los familiares. Por desgracia, no era capaz de hacerla reaccionar. Sin embargo, sí pudo hacer dos cosas. Una de ellas fue modificar el encantamiento para que Rosa despertara una vez que hubieran pasado cien años desde el inicio de su sueño. La otra la llevó adelante una vez que se retiró de la casona, sin el conocimiento de la familia. Se apenó tanto por esas personas que llevaban, ya en ese momento, diez años viéndola dormir sin que la chica envejeciera un solo día, mientras el tiempo para ellos pasaba de la manera habitual, que los puso a dormir. Creyó que había hecho las cosas de forma tal que despertarían al mismo tiempo que la muchacha pero, igual que antes, seguimos hablando de una estudiante.

Y fue entonces cuando todas las personas que estaban en la casa, empleados incluidos, cayeron en un sueño tan profundo como el de Rosa. El bosque continuó creciendo, el poblado se fue expandiendo, acercándose más a la residencia de la chica dormilona, y la historia pasó a ser una leyenda a la que nadie le prestaba atención.

Y fue en ese momento, noventa años después, que yo entré en escena. Déjenme contarles...

Despertate, RositaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora