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—¡Está azul! Me lo dejó azul

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—¡Está azul! Me lo dejó azul.

—Y todo paradito, además. Pero m'hijito, ¿cómo permitiste que te lo dejara así?

—No sé, no voy a dejar que vuelva a ponerme las manos encima...

—¿No te duele? Digo, por todo lo que tiene metido para haber quedado así de parado.

—No, aunque sí me molesta un poco.

—Vení, vamos a ver qué podemos hacer.

Esas fueron las últimas palabras de Lucrecia mientras me acompañaba directo a las piletas al fondo del local. Con cada paso que daba se me iban ocurriendo nuevos y más ingeniosos insultos para mi hermana Brenda. ¿En qué estaba pensando cuando la dejé meterse con mi pelo? Justo a ella, una estudiante de peluquería que aprobaba raspando (para no decir por los pelos, porque parecería un mal chiste).

El tiempo pasaba y yo seguía sentado como un boludo, cruzando los dedos y rogando que el producto de limpieza súper potente hiciera efecto. Una pilita de libros que se derrumbó en mi dedo gordo del pie fue lo que me trajo de vuelta a la realidad tras abandonar mi mundo de ruegos interrumpidos por insultos.

Una chica asomó por encima de mis rodillas, colorada como un tomate y repitiendo como un mantra "perdón". Quise decirle que no pasaba nada, aunque mi dedo no estaba demasiado de acuerdo, pero no me dio tiempo de hacerlo antes de salir corriendo y olvidar a mis pies una libreta.

Miré a ambos lados a ver si la encontraba, pero no había ni señales de ella, así que me la guardé para dejársela a Lucrecia y que se la devolviera, algo que olvidé en el momento en que la peluquera me dijo "todavía está azul", seguido por "ahora no puedo teñirte, te voy a destrozar el pelo". Que no hubiera sido tan grave de no ser por la continuación: "ya sé que no te importa, Felipe, pero te podés quedar pelado, ¿querés eso?". No, claro que no. Y así me fui, con la gorra de lana tapando el desastre que una vez llamé pelo y una libreta rosa en el bolsillo. Recién me di cuenta de que todavía la tenía cuando estuve en casa, e hice lo que toda buena persona haría. La abrí. Para ver si encontraba algún dato de la dueña, por supuesto.

Tras pasar varias páginas, me llamó la atención que apareciera el nombre viejo del pueblo. Hacía más de cincuenta años que no se usaba así que tenía sentido que quisiera ver de qué se trataba, ¿no?

Y fue ahí que lo encontré: un relato ridículo acerca de una casona ubicada en las afueras que fue comprada por una familia de la capital en mil novecientos diecisiete para esconder algo en mitad de lo que en ese entonces era la nada y, para mayor seguridad, rodearlo de un bosque lleno de espinas asesinas y... ¿Gatas peludas? ¿En serio? Hablaba también sobre algo de una tía y dormir cien años. Y entonces que recordé la historia que me contaba mi abuela cuando era chico, una sobre una jovencita que llegó dormida desde Buenos Aires y que se quedó permaneció así desde entonces. Me acuerdo de que mi hermana le pedía todas las noches que le contara sobre la princesa dormilona. Siempre creí que era alguna versión de un cuento de hadas, pero esa libretita rosa había despertado mi curiosidad.

Despertate, RositaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora