El comienzo que no recuerdo

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Tenía medio año en la secundaria diurna que estaba a tres colonias de mi casa, donde decidí estudiar; sólo tres personas de mi generación –incluyéndome- decidieron ingresar a esa escuela, por lo que me encontraba muy sola. Nunca fui particularmente sociable, de forma que me costó varias semanas hacerme de algunas amigas con las cuales pasar los ratos libres entre clase y clase; no podía quejarme, eran buenas personas; nos llevábamos bien y nos divertíamos con tonterías.

Si soy totalmente honesta, por mucho que fuerce a mi estropeada memoria, no puedo recordar cómo empezó todo. Es como si un día simplemente fuera consciente de su existencia a tan poca distancia de mí; como si un día simplemente hubiera chocado mi mirada con ella y eso fuera suficiente, como si hubiera aparecido por arte de magia justo en el lugar y momento adecuados.

Sólo puedo recordar que en todo momento me sentía nerviosa ante la posibilidad de encontrármela por casualidad. No entendía del todo por qué me caía bien, si ni siquiera la conocía, sólo podía sentir la sensación de familiaridad y agrado en mi pecho cuando la veía pasar.

Yo era sólo una niña, tenía 12 años y no tenía mayores preocupaciones; el que una niña me cayera bien no parecía nada del otro mundo, sólo quería poder conocerla para probar si podía caerme aún mejor; o si de casualidad yo podría agradarle.

La posibilidad de no agradarle me bajoneaba de una forma que no quería analizar.

Era demasiado tímida como para acercarme sin más e iniciar una conversación con ella, así que decidí pedirle ayuda a la amiga que le tenía más confianza. Sofía.

Era martes, en la segunda hora nos tocaba la clase de música. En cuanto el profesor de historia salió del aula, Sofía y yo tomamos nuestro libro y nuestra flauta para salir corriendo, en dirección al final del pasillo, donde estaba el aula de música. Ralentizamos nuestros pasos cuando pasamos junto al cubo de las escaleras, donde solía estar sentada la prefecta Renata; ella me agradaba y siempre me saludaba con mucho ánimo, pero reprendernos por correr en los pasillos sería sólo parte de su trabajo.

Una vez que llegábamos al salón de música, botábamos nuestras cosas en nuestras acostumbradas bancas y nos dirigíamos directo al piano de madera, junto al escritorio vacío. La maestra Cata nunca estaba en su sitio sino hasta pasados 15 minutos de la hora de clase. Tardamos varios días en descubrirlo, pero cuando lo supimos, Sofía y yo aprovechábamos para llegar temprano y sentarnos al piano hasta que la profesora llegaba, porque ni aunque nuestros compañeros estuvieran presentes nos deteníamos.

Yo no tocaba, no era capaz de coordinar lo suficiente como para tocar ningún instrumento; pero Sofía, ¡oh, Dios mío! Ella tenía el don. En su casa tenía una batería semi completa –es decir, tenía algunos platillos, pero no tantos como le gustaría-, una guitarra eléctrica, un órgano, y un bajo que su padre le estaba enseñando a tocar apenas. Escucharla tocar el piano era de mis cosas favoritas de la escuela, aunque técnicamente no tuviera nada que ver con la escuela. Yo, mientras tanto, llegaba a cantar por lo bajo si la canción del día tenía letra y yo la conocía; si se dedicaba a tocar una canción meramente instrumental, me limitaba a mirar sus ágiles dedos moverse sobre las teclas blancas y negras. Nuestra amistad se basaba en la pasión que teníamos por el arte, en cualquiera de sus expresiones.

Ya había algunos alumnos en sus sillas, platicando; algunos otros estaban en el pasillo, esperando por la profesora. Sofía tocaba la pieza musical que interpretan los personajes Víctor y Emily en la película "El Cadáver de la Novia"; me gustaba mucho, no era la primera vez que la tocaba, pero jamás me quejaría. Faltaba poco para que tuviéramos que quitarnos, así que decidí que era momento de hablar con ella.

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