Day 3: Historical AU

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La desalmada jauría de llamas aullaba a la luz de una luna indiferente, gigante y frívola. Los aldeanos huían de las brasas saltando de las fogatas aledañas en que se convirtieron las casas de los vecinos. El incendio avanzaba de la periferia del pueblo hacia el centro, arrinconándonos. En las calles estrechas la gente gritaba, y su miedo y sufrimiento era ensordecedor, aturdía los sentidos, apagaba cualquier calma que pudiera tenerse, convirtiendo a seres con un grado de raciocinio en meros animales asustados porque no sólo el fuego los asechaba.

El fuego era el esbirro menor de un mal mayor montado a caballo, estandarte enemigo empuñado en una mano, anunciando que no habría sobrevivientes, que éramos la declaración de guerra firmada con sangre a nuestro señor feudal.

Las personas corrían llevando lo importante en brazos. Los niños cargaban con sus juguetes de trapo o mascotas, y los padres con su tesoro más preciado, sus hijos. Nadie me llevaba a mí. Entre botes de semillas, con la espalda convulsa de hipidos, rodillas dobladas al pecho, cubriéndome los oídos, ojos cerrados; lloraba cubierto de heridas en un callejón. Las heridas no eran producto del ataque, sino de la vida diaria de un bastardo de nueve años.

Brazos cubiertos de marcas rojas, espalda repleta de moratones y pies ampollados. Considerado menos que un animal. Un hijo no reconocido de un noble, abandonado a su suerte en un pueblo, desde que alcanzó a ponerse en pie. Un desecho que se refugiaba donde podía y que comía lo que alcanzaba a mendigar o a robar. Un niño sin amor que desconfiaba de la caridad, y que en el secreto de sus noches solitarias y heladas, añoraba cariño.

Era un niño solo en la guerra, rogando a los dioses (si existían) que se apiadaran de él.

—¿Qué tenemos aquí? —la voz áspera de un soldado de raída armadura, y el murmullo de su katana, fueron la negativa de los dioses a mi suplica.

El hombre se acercó, y con el filo de su sable reflejando las lenguas rojizas y naranjas, que empezaban a consumir la pared de la casa contra cuya pared me refugiaba, me hizo levantar el mentón. Aterrado, sabiéndome abandonado, dos gruesas lágrimas rodaron hasta mis puños.

"Un bastardo como yo no tenía derecho a vivir, ¿cierto, mamá?", pensaba, ella lo había dicho cuando llegamos a ese lugar y soltó mi mano en la multitud. Pero yo me había aferrado tercamente a la voluntad de vivir.

—No vayas a moverte, pequeño —retrocedió la katana un centímetro, tomando impulso para clavármela en la garganta.

Apreté los dientes, odiando a la vida, odiando el ser un crío incapaz de moverse, y acepté mi patético destino.

—Hagamos esto rápido...

—Estoy de acuerdo.

La katana cortó mi carne... en una línea oblicua que subió superficial del cuello al mentón, y el hombre cayó contra la casa del frente.

Abrí los ojos, confundido... y lo vi.

Lo vi de pie, frente a mí, con el cabello naranja del atardecer ondulando sobre el rojo, negro y blanco de sus ropas, no era una armadura samurái, sino un conjunto soberbio de simple tela, conformando por un haori, kimono y hakama. Ningún humano que blandiera una katana como la suya, con la tsuba de oro, iría al centro de la batalla sin armadura. No un humano, sí un demonio que me doblaba la edad.

—¿Puedes levantarte? —su mirada azul penetrando mi alma aterida.

Asentí.

—Pues hazlo y corre al templo. Ve directo con el general Mori y dile que me hice cargo de los imbéciles del este.

—Pero... —aun escuchaba gritos en las calles de junto.

El demonio me ignoró, caminó a la batalla y abrió las puertas del infierno a los enemigos, acabándolos sin esfuerzo, haciendo llover sangre, carne y muerte delante de mí.

—¿Por qué sigues aquí? —cuestionó al girarse, tan pequeño para el tamaño de los demás hombres, tan grande a mis ojos.

Pensé rápido.

—No sé quién debo decirle al general que se hizo cargo de los rebeldes —necesitaba conocer su nombre.

—Nakahara Chuuya —limpió la katana en el interior oscuro del haori—. Ahora vete. Debo cumplir mi palabra antes de que llegue a oídos del general.

Asentí una, dos veces y eché a correr rumbo al templo, por un camino cubierto de cadáveres, de fuego y locura. Corrí con el nombre de mi salvador retumbando en mi pecho, en mis labios. El nombre de mi demonio. Y cuando por fin pude decirlo, cuando el mensaje fue entregado, lo supe.

—¿Y quién eres tú, niño? —preguntó el general por mera cortesía, luciendo una inquietante sonrisa calma.

—Yo —dudé un segundo. Me armé de valor y lo dije. No iba a rogar, no iba a suplicar. No. Me concedería mi deseo por mi cuenta—... soy su aprendiz.

Quisiera mi demonio o no, lo seguiría hasta los confines del mundo y me convertiría en un ser como él, capaz de estar a su lado. Esa promesa me la hice a mí mismo, y esa promesa la he mantenido, cuidando sus espaldas, compartiendo la oscuridad, sujetando su mano en el campo de batalla que me parece más normal y cotidiano que la vida diaria. Un demonio que nació por otro, que de niño lo idolatró, y de adulto lo ama, apoya y protege en una época de guerras.

. . .

Notas:

Tercer día, y salió un poco más largo de lo esperado.

Quería algo medio shota Soukoku, con un Dazai mini, y por fin lo está aquí.

Espero que les guste.

A normal Life, a normal Love [ #SoukokuWeek ]Where stories live. Discover now