Capítulo 01

6.8K 224 44
                                    


Santiago Moya

E

scucho ladrar a los perros como locos. «¡Maldita sea! ¿Quién ha llegado sin avisar?» Lo que menos necesito son visitas en estos momentos; me encuentro en el garaje con una de mis chicas favoritas, la sostengo entre mis manos que buscan liberación. Sin embargo, soy muy delicado con ella en particular, tenemos un largo y extenso historial juntos, la busqué esta tarde como escape, lo necesitaba, precisaba alejarme de todo este a brumamiento que me rodea. Mi nena, no le pide nada a ninguna, es una preciosura, por lo que le tengo un cariño muy especial. Además, ella en particular siempre ha necesitado un mantenimiento exclusivo y ese solo se lo puedo dar yo, jamás accedería a que alguien le pusiera sus mugrosas manos encima. Cuando estoy a su lado, el tiempo pierde su noción, es una de mis pasiones predilectas, una de las tantas que tengo, pero esta la descubrí desde muy joven y hasta el día de hoy, es una de las que más disfruto y de la que me doy cuenta como al conocer a Delhy, la dejé de lado.

Recuerdo cuando la vi por primera vez, fue amor a primera vista. Claro que no me la podía permitir en aquellos momentos; a pesar de que mi familia estaba muy bien económicamente, nunca fuimos consentidos por mi madre y mucho menos, por los abuelos, quienes nos enseñaron a adquirir todo por méritos propios y trabajo arduo. Por eso, en mis vacaciones, me la pasé currando con mi abuelo y junté cada euro hasta poder comprármela.

Después de esforzarme y sacrificar horas en que pude divertirme como cualquier otro chaval adolescente, salí del concesionario de motos con una Ninja 250 Kawasaki de 1999. Como el tío joven que era, yo quería un motor más grande y potente, sin embargo, el siempre sabio razonamiento del señor Di Vaio me hizo entrar en razón y así fue como llegué a casa con mi primera motocicleta, mi querida "Betty". Fue la primera que me compré; no me pregunten por qué mis motos y autos tienen nombres propios, pero es algo que comenzó con ella y ya después me acostumbré a bautizarlas. Hasta hoy lo sigo haciendo porque me siento un traicionero si a las demás motocicletas y carros no los bautizo como se merecen.

—Cielo, ¿estás aquí? —Escucho a mi madre entrar en el amplio garaje.

La veo de reojo pararse a unos cuantos centímetros de donde me encuentro acostado trabajando y empieza a mover uno de sus costosos zapatos de tacón, en señal de fastidio; está tentando al diablo, porque en estos días mi paciencia está a la nada de explotar.

—Dime, madre, ¿qué necesitas? —pregunto con un tono frio, sin siquiera voltear a verla, estoy demasiado ocupado aquí abajo para salir y mirar lo que sucede.

—¡Santiago, por Dios! Sal de ahí ahora mismo. Muestra algo de educación. Ven a saludarme —Como siempre, mi madre llenándose la boca de educación, algo en lo que ella no contribuyó en absoluto—. Te he estado hablando toda la mañana, tu abuelo quiere hablar con nosotros. Hablé a tu oficina y me dijeron que no estarías en todo el día, por lo que vine directo a tu casa.

Me deslizo con cuidado y me paro para saludarla. Cuando estoy casi en frente de ella, se aleja muy discretamente dando unos cuantos pasos hacia atrás. Vuelvo a acercarme para darle un beso en la mejilla, pero me esquiva; sé que debo de estar todo sucio y sudado por eso me evade.

—Cielo, ve a bañarte —Me hace una señal despectiva con la mano para que le quite importancia al saludo—. Le llamaré a tu abuelo para decirle que nos vamos a retrasar un poco —Toma su teléfono, se gira y al parecer busca el número del viejo en su lista de contactos—. ¿Nos acompañarás, verdad? ¿O tienes algún pendiente por resolver? —pregunta, poniendo algo de presión en sus palabras, seguramente piensa que no aceptaré acompañarlos—. Ya sabes cómo es mi padre, dijo que necesita hablar con todos nosotros.

Qué Será de Nosotros Libro 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora