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En algún punto lejano, inexacto, escucho sonidos y voces distorsionadas. Van y vienen sin cesar... a veces están más cerca, en otras, simplemente no están. Intento seguirlas para hacerlas callar, pero mi mirada es incapaz de distanciarse de la acera, la misma en la que la lluvia cae con serenidad, mientras interpreta leves cánticos contra mi ventana.
Mi cuerpo se estremece cuando, de golpe, mis oídos se agudizan y los sonidos se perciben mucho más cerca. Tanto, que provienen desde mi puerta. La voz de mi madre llamándome de manera consecutiva al ritmo de sus nudillos chocando contra la madera me hacen recordar que aún no estoy muerta. Que sigo viva y que respiro.
Tomo una gran bocanada de aire antes de invitarle, sin muchas ganas, a pasar. Ella empuja la puerta con celeridad al punto de hacerla chocar contra la pared, y aunque estoy de espaldas hacia ella, puedo sentir la angustia recorriendo sus venas.
—Pensé que... —Empieza, pero le interrumpo.
—La puerta estaba abierta, tal y como siempre lo has querido.
Ella no dice nada, pero ambas conocemos la regla. Después de fallidas visitas a una psicóloga que parecía estar más interesada en ahondar en mis heridas que en restaurar mi vida, mi madre me había hecho una sola petición: que nunca cerrara la puerta. Solo que no había súplica en su voz ni un «por favor» en su oración... aquello había sido una orden impuesta, y yo estaba bien con ella siempre que se anunciara antes de pasar.
Y así nos acostumbramos, respetando las decisiones y espacios de la otra.
La siento acercarse a mí y no me esfuerzo en mirarla. Su mano se posa en mi hombro, apretándolo suavemente. Tras pasar años de lo sucedido, me di cuenta que era su forma de consuelo. Las palabras de aliento se agotaron mucho antes de su aniversario de muerte, y después de acompañarme a llorar cada noche, supo entonces que para mí no había consuelo. Nada sería suficiente si no la traía de regreso.
—Está feroz el clima, eh —murmura.
Asiento con la cabeza como respuesta.
—Iré por algo de comer antes de que todo empeore —vuelve a hablar y titubea al decir lo siguiente—. ¿Quieres acompañarme?
Las palabras quedan suspendidas en el aire. Su voz se hace eco en mi cabeza, y aunque no lo quiera, mi corazón se acelera. La sola idea de poner un pie afuera me resulta siniestra, por lo que aprieto su mano que aún reposa en mi hombro. Ella capta el mensaje y me deja, luego de acariciar mi cabello y susurrar «otro día será». Y ambas sabemos que no es cierto.
Escucho la puerta principal cerrarse y poco después visualizo el auto de mamá cruzar por la calle. Miro fijamente como el viento va cediendo en su guerra, mientras las hojas de los árboles deciden rendirse al caer una tras otra sin remedio. Y por un leve momento me identifico con ellas.
Acurruco mis piernas contra mi pecho. Hace más de diez años que no sé lo que se siente estar bajo la lluvia mientras el viento revuelve mis cabellos. Que no recuerdo cómo se siente el acolchado del asiento del auto de mamá ni la dureza de la acera al sentarse para relatar cuentos en primavera.