Capítulo 33

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Los deberes de Seto terminaron más rápido de lo acostumbrado, porque el faraón no tenía ánimos de atender los problemas del reino. Ni siquiera lo que correspondía a la guerra que se avecinaba. Su único deseo era reflexionar sobre lo que sentía por Kisara.

Mucho tiempo había pasado desde que Seto había notado algo que nunca, en su existencia, hubiera creído posible: Isis ya no era parte de su pensamiento.

Su muerte estaba en el pasado y no recordaba, con dolor, nada de lo que vivió con ella.

Estaba convencido de que Kisara era la causa de aquello. Gracias a ella, la perdida de Isis ya no le provocaba sufrimiento. Estaba calmado, aunque aún tenía fijas las memorias de su querida amiga y esposa.

¿Querida? La quería, su amiga de la infancia y mujer con la que se casó por un acuerdo, pero terminó sintiéndose atraído por ella al ver el cambio en su físico y en él mismo.

Ahora lo entendía bien: no la amaba. Isis dejó de ser la dueña de su corazón; ahora sólo era el recuerdo de la mujer con la que vivió y que casi pudo tener un hijo con ella.

Kisara era importante para él; su amante con la que dormía casi todas las noches. ¿Sólo eso? ¿Sólo dormían juntos o compartían algo más allá?

Las lágrimas de la peliblanca lo hicieron reaccionar sobre su comportamiento agresivo hacía ella. Odiaba verla llorar, detestaba que el bello rostro de Kisara se viera descompuesto por las lágrimas.

¿Por qué le afectaba lo que Kisara sentía?

Entonces, los orbes azules de Seto se abrieron con infinita incredulidad al analizar que tal vez, lo que hacía que Kisara fuera alguien de suma importancia en su vida, era el mismo sentimiento que muchos años atrás sintió por Isis: amor.

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Kisara meditaba mucho sobre si sería correcto abandonar, para siempre, el palacio donde vivía con Seto. La idea de tener que luchar en una guerra y matar gente no era de su agrado, aunque la culpable de todo era ella por acceder a ser una protección para Egipto. En aquellos días, no pensó que podría manejar un dragón; ni era consciente de que poseía tal poder en su energía vital.

Lo que la detenía a abandonar el pueblo de Egipto era el amor que profesaba por Seto. Ese amor que sentía por él era su única atadura a ese lugar que, viendo bien las cosas, tampoco lo podía llamar hogar.

Alzó la vista al cielo nocturno; hoy no iría con Seto. Resultaba curioso, pero extrañaba pasar las noches con él, aunque Seto era el único que disfrutaba realmente el momento. Para ella sólo bastaba estar cerca de Seto para sentirse contenta, a pesar de que el placer era lo que los mantenía juntos y no el amor.

Con resignación, se levantó del suelo sin dejar de contemplar el cielo y las estrellas. Egipto era tan grande que Seto podría conseguir otra mujer con la cual pasar sus noches. Su tierra natal la despreció, igual que Egipto en tiempos modernos.

Una lágrima solitaria resbaló por su mejilla y cerró sus ojos, liberando toda su energía de vida.

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El eco de las pisadas de Seto resonaba por los pasillos del palacio real. Avanzaba a pasos rápidos, buscando con la mirada a Kisara. Suponía que estaba en su recámara, pero llegar allá era toda una labor, ya que el cuarto de Kisara estaba en la parte más escondida del castillo.

Mientras caminaba por el pasillo principal a la salida del otro lado del palacio, vio una gran luz resplandecer afuera, muy cerca del jardín. Frenó en seco, sin entender que pasaba.

El Amor que Trasciende el TiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora