Allá donde todo comenzó

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Nuestra protagonista, llamada por sus conocidos Elisabeth, pero cuyo verdadero nombre era Katay, el cual ocultaba a todos cuantos la rodeaban concienzudamente, da comienzo a esta historia a la temprana edad de 20 años, cuando aún no sabía nada sobre sus propios comienzos, ni mucho menos sobre el futuro que el destino le tenía preparado. 

Elisabeth vivía desde los diez años con unos amigos íntimos de sus padres. El por qué era difícil de explicar. Ella solo tenía imágenes borrosas de lo que ocurrió ante sus ojos aquella noche que había comenzado como otra cualquiera, para acabar de manera fatal y nefasta en apenas minutos. Perderlo todo cuando aún era una niña no era algo que hubiera dejado de pesar en la vida de Elisa. A pesar de sus cuidadores, de todo el cariño que le habían prodigado durante la mitad de su vida, ella aún quería saber el por qué.

El por qué ella ya no tenía padres.

Para dar comienzo a esta historia, primero hemos de empezar por el principio, y para ello, debemos remontarnos al año 2001, cuando Katay tenía cuatro años:

Era una plácida tarde de primavera a finales de Mayo. La familia Clemente Arroyo vivía en una humilde casita en la sierra de Cazorla, en Jaén. Para ellos era el hogar perfecto, donde los vecinos eran amigos y siempre bienvenidos allí, pero donde cuando se resguardaban entre aquellas paredes, podían tener la tranquilidad de saber que ocurriera lo que ocurriera en la intimidad de aquella casa, nadie se enteraría ni sospecharía la verdadera identidad del matrimonio y su hija. Katay salía a jugar al campo con sus padres casi a diario, pues todos ellos eran fieles amantes de la naturaleza, sin embargo, había días, o noches, en las que el bosque que circundaba la casa quedaba prohibido para la pequeña. Eran momentos en los que uno de sus padres, a veces incluso los dos, sentían la incesante necesidad de pasar un momento a solas alejados de todo, o eso le decían a ella. Después, cuando al día siguiente todos juntos salían a pasear, la pequeña niña nunca fue consciente de las grandes oquedades que alguna extraña criatura había dejado en los troncos de los árboles, de las gruesas ramas partidas cuando no había habido vientos fuertes, de las marcas de garras en el suelo, e incluso de las gigantescas plumas que a veces quedaban atrapadas en el follaje, y muchas otras marcas inexplicables que sus padres se esmeraban en ocultar alegando a su pequeña que el campo siempre debía estar bonito y por tanto había que cuidarlo.

Como decía antes, todo empezó aquella plácida tarde de Mayo. Katay estaba sentada a la mesa con una magdalena de chocolate mordisqueada entre sus manos. Su madre, Elena, estaba cosiendo un desgarrón que la niña había hecho en uno de sus pantalones rosas favoritos cayéndose sobre una piedra sin querer. Aún le dolía la herida. Su padre, David, estaba sentado en el sofá en el otro extremo del salón, ojeando un libro escrito en un extraño idioma que siempre ocultaba bajo una trampilla que había bajo su cama.

-¿Y por qué tengo que decir que mi nombre es Elisabeth?-preguntó por enésima vez en aquel día.

Katay llevaba toda su corta vida escuchando a sus padres llamándola Elisabeth cuando estaban en compañía de alguien más, pero sin embargo, cuando estaban en la soledad de aquella casa, la llamaban Katay, solo que ella no se acordaba pues aún era muy pequeña. Aun así, como sus padres se habían negado en rotundo a hacer que la chiquilla no supiera el nombre con el que había nacido, le recordaban a diario que jamás debía decirle a nadie cómo se llamaba realmente, pero que aquello no debía significar jamás que olvidara quién era de verdad.

-Porque tu nombre es tan hermoso que nadie merece escucharlo-le dijo Elena con una tierna sonrisa en su cara mientras proseguía con el hilo y la aguja.

-Pues a mí me gusta más Elisabeth, ¿Puedo quedarme con ese nombre y olvidar el otro?-Elisa le pegó un inocente mordisco a su suculenta magdalena mientras observaba a su madre con aquellos ojos inocentes.

Sangre de KellayDonde viven las historias. Descúbrelo ahora