El derecho a la vida

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"El derecho a la vida es un derecho fundamental decretado por la Organización de las Naciones Unidas. Eso quiere decir que todo ser que se premie de vivir, inclusive el feto cuyo corazón empieza a latir durante sus primeros escasos meses de vida, tiene el derecho de vivir y, por consiguiente, de tener una tutela - bien de parte de familiares, bien mediante organizaciones que a ello se dediquen - hasta que el sujeto sea mayor de edad, y no debería el estado, en caso de horfandad o abandono, dejar de conceder las ayudas oportunas para su mantenimiento hasta el día en que éste sea capaz de existir y vivir bajo sus propias circunstancias económicas". María Teresa había tomado las riendas de la conversación familiar y no iban a conseguir cambiar su perspectiva de las cosas por mucho que se estuviera acalorando la discusión. Todo por hablar de la pobre Rosa, la hija del quiosquero de la calle Pérez Galdós, 33. Llegó al mundo por culpa de un infortunio, de un embarazo no deseado. Aún así, todos, excepto la tía María Teresa, estaban más o menos de acuerdo en que el feto es un ser que hasta cierto punto, no siente, no padece, no tiene consciencia de sí mismo y, por lo tanto, no puede calificarse como humano hasta pasado un tiempo en que esté lo suficientemente formado en el vientre. Los minutos avanzaban despacio y los gritos dominaban el salón. Dan estaba en un extremo de la mesa junto al abuelo, callado, esperando que alguno de los comensales se cansara de aquella conversación infinita y circular. Su cabeza estaba en otra parte, concretamente en el examen del jueves. Aunque era sábado el ya había estudiado todo el temario e iba perfectamente preparado para alcanzar una buena nota. Pero él no podía contentarse con eso.

"Bueno, cambiemos de tema. Dan, tengo entendido que tienes la nota media más alta de tu promoción, ¿Tienes algún plan de prácticas en especial para este verano? Conozco un par de empresas que podrían estar muy interesados en un intelectual como tú". El recién esposo de María Teresa - el cuarto, en realidad - trataba de hacerse con la gente de la familia con sus alardeos de ricachón con contactos. Pocas cosas molestaban tanto a Dan como admitir la necesidad de enchufe. Sin embargo, sabía que por mucha nota media que tuviera no iba a conseguir un buen trabajo en su gremio, y mucho menos remunerado. "Estaría bien" respondió, sin más. No estaba muy contento con la oferta, pero iría directo al currículum.

Una vez acabada la cena cada uno se fue a su casa y Dan caminó de noche en vez de subirse en el coche con su madre. Iba cabizbajo, mirando sus pasos, pensando en lo poco que estaba convencido de su futuro. Tenía todas las posibilidades de entrar en el mejor máster, becado por el ministerio de educación. Pero, en el fondo, estaba cansado de estudiar bioquímica. La carrera había desgastado su adolescencia. La obligación de conseguir matrícula para poder seguir estudiando para sacar adelante a su madre. Una carrera por la que no sentía nada, ningún tipo de vocación. Cada uno de esos factores le encerraba en sí mismo y, al final, lo que le quedaba era ese escritorio con el que tantas noches había compartido. Sus amigos, poco a poco, se alejaron. Estaba solo frente a un futuro que tenía que ocurrir, y tenía que ocurrir ya. Estaba profundamente asustado. Temía no conseguir un buen trabajo que de verdad ayudara a sostener la casa por la que tanto luchó su madre. Sabía que la crepería estaba bien, pero no sería suficiente. También sabía que su madre no accedería a mudarse a un piso de alquiler. Esa casa fue construida piedra a piedra por las manos de su padre y, desde el día que falleció, su madre se agarró a ella, no cambió el mínimo detalle: continúa la ropa en el mismo armario, los muebles en el mismo sitio. Ella necesitó el abrazo de la casa y Dan no quería romper ese melancólico lazo. La casa era lo único que conservaban de él.

Durante los posteriores cuatro días, Dan estudió sin parar para alcanzar el 10 que necesitaba para que le becaran el máster. Desapareció por completo del panorama familiar y se dedicó a memorizar fórmulas, teorías y críticas. El flexo alumbraba la esquina de la habitación en  la que él se encontraba sentado, encorvado con ahínco sobre los papeles. A su alrededor había botellas de agua pasada, bandejas de comida a medio acabar, ropa sin recoger. Hacia las siete se vestía con lo primero que encontraba en el armario - o en el suelo - y cogía el autobús de la línea veintidós hacia la crepería, a trabajar hasta las diez. Llegaba a su casa cerca de las once y continuaba hasta cerca de la una o las dos. 

Por fin, era el día del último examen del curso, con el que se coronaría como primero de su promoción al finalizar la carrera. Estaba realmente nervioso, de la nota de esa prueba dependía su futuro. El resto de alumnos esperaba en la puerta de la sala donde se celebraría el examen. También estaba Marga, en el otro extremo de la muchedumbre, con facciones de cansancio y sin maquillar. Dan la observaba de reojo desde la lejanía, deseando en su fuero interior que le saliera bien. Aun a pesar de su situación, cambiaría su nota por la suya. Era preciosa, era inteligente. Pero no la conocía. Ni si quiera había hablado con ella más allá que un saludo convencional por educación. Pero no era momento de pensar en eso, aunque no podía evitarlo, por lo que decidió situarse lo más lejos de ella en el aula, con la mala suerte de que el profesor decidió cambiar la posición de Marga a primera fila, justo al lado de Dan. "Ayúdame", susurró ella, "eres el chico más listo de la clase". Él agradeció con una sonrisa tímida aquel apunte y, sin más dilación, empezaron las hojas a circular por las mesas. Había dos partes: el tipo test de cuarenta preguntas y la parte de redacción, donde tendrías que escoger dos temas a responder. Cada respuesta que escribía Dan se la susurraba discretamente a ella, quien escuchaba atentamente y respondía con una rapidez impresionante. Así se fueron resolviendo los minutos del test. El problema vendría en los temas a redactar. "¿Cómo lo hago?", preguntó Dan. "Responde sólo un tema y pásame la hoja. Cuando acabe de copiarla te devuelvo la tuya y acabas el examen". Así lo hizo. Le otorgó su respuesta por debajo de la mesa mientras el profesor vigilaba las filas del fondo. Mientras tanto fingía que repasaba el test y miraba a Marga con inquietud. No llevaba reloj y no estaba preocupado por el tiempo, pero el tiempo corría rápido. Demasiado rápido. Marga le devolvió la hoja y él se dispuso a empezar la última pregunta. Ella se levantó, entregó el examen y se fue. Dan empezó a escribir pensando muy bien lo que tenía que responder y cómo tenía que responderlo. Estaba plenamente concentrado y sabía que podía contestar todo lo necesario para conseguir el diez. Todo iba fenomenal y estaba emocionado  sabiendo que empezaría el máster, que tendría la beca y que no sería una carga económica para su madre, cuando, de repente, el examinador se plantó frente a él y le pidió el examen, "se ha acabado el tiempo, tienes que entregarlo ya".

Nada más salir de la sala no pudo contener un grito de rabia, "¡Joder!". Se tiraba del pelo sin reparar en el daño que se estaba haciendo. No podía creer que se hubiera ido todo al garete. Trataba de autoconvencerse de que igual tenía alguna esperanza, porque aunque faltara algo de información, toda la información estaba bien.En cambio, sabía que las cosas no eran así y, que por mucho que llorase, a los profesores de universidad les da igual que no tengas dinero y necesites más nota. Te tienes que ganar la beca. Pensó en presentarse a la recuperación con el pretexto de subir nota, pero aún no podía notificar esa decisión hasta que se publicara el tablón de resultados. Para colmo, Marga se había ido, no le había esperado ni si quiera para darle un mísero "gracias". Se marchó con un fuego en el pecho que le invadía, con un enfado exponencial que no había sentido nunca. 



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