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Golpeó propiamente su escritorio, si es que se puede hacer propiamente. Reveló dos o tres maldiciones, pateó su cama y brincó soltando otra palabra altisonante recordando la mamá de alguien más, se sentó en la cama y se trató de tranquilizar apoyando sus codos en las rodillas, sin embargo sus manos promovían la violencia tratando de arrancar su cabello, cerró los ojos y finalmente dos lágrimas corrieron, una en cada mejilla, recorrieron los surcos que la adolescencia había dejado en su rostro y chocaron contra el cuello confundiéndose con el sudor que lo rodeaba. No trató de secarse el sudor, mucho menos sus lágrimas, fingió que no existían y volvió a sentirse fuerte en su castillo azul de cuatro por cuatro. El escritorio, que antes había resistido su furia, sostenía dos libretas, una laptop y una botella de agua, que por suerte estaba cerrada al tiempo del golpe. Frunció el ceño sin moverse de su posición y esta vez golpeó el piso con ambos pies se dejó caer en la cama y se cubrió con una cobija, se sintió protegido. Gritó una palabra indescifrable aún para él, solamente pasaron dos minutos y él perseguía la tranquilidad, esa tranquilidad que parecía inalcanzable.

Se levantó de la cama y se sentó frente al escritorio, tomó una libreta  la aventó a su cama. Notó que la botella de agua estaba acostada y en un impulso la tomó presionándola con fuerza e hizo lo mismo que con la libreta pero con más fuerza, el agua resonó en el piso al rebotar del colchón. Prendió su laptop y puso música, no pudo decidir que escuchar y lo dejó a la suerte. Abrió su libreta y observó cada página escrita por él para ella, arrancó la primera página y como si fuera baloncesto la arrojó a uno de sus botes de basura. Buscó una pluma con desesperación, necesitaba sacar lo que sentía en ese momento, las lágrimas y los golpes no eran suficientes, quería preservar sus sentimientos en palabras. Fue cuando se dio cuenta de algo importante, su escritorio no tenía una sola pluma, un lápiz o lapicera. Alguien había entrado a su cuarto, y no solo eso, su pluma cuyo lugar era en el espiral de la libreta que estaba frente a él había desaparecido. No encontró otra explicación, ella había entrado a su cuarto y había leído lo que él quería que ella leyera. Pero no era el tiempo para que ella lo hiciera.

Él no la conocía bien y casi no había cruzado palabra con ella. Sin embargo, para él, el verla le bastaba y en esa libreta escribía lo que quería que sucediera. Se inventó su propia historia de amor que alternaba con poemas que iban de lo romántico, de lo bello, de lo más puro hasta lo más erótico y bajo que pueda pensar un hombre que vive como él. La libreta tenía quinientas hojas, hasta hacía un momento cuando le fue arrebatada la primera, y estaba completa por mitad de las palabras de él. Ella vivía a unos cuartos debajo de él, dentro de una gran casa de huéspedes, pero su timidez le impidió dirigirle a palabra, de esta forma su relación platónica era perfecta para él. Moría de celos cuando algún hombre se le acercaba. Recibía su correspondencia todos los días y la organizaba, después la dejaba en su puerta sin que ella se diera cuenta. Tenía, además,  en esa libreta fotografías de ella, tomadas en los momentos en que ella salía de su cuarto y él la veía menearse con esa ligereza que su cuerpo delgado le podía ofrecer.

Sí ella vio esa libreta todo quedaría explicado, y ahora su furia sería contra él mismo. Hacía apenas dos semanas había logrado acercarse a ella mientras visitaba a su único amigo, ella había conseguido observar su rareza y  sobretodo su torpeza, la torpeza inusual que en él, ella provocaba. De repente notó bajo su escritorio el prendedor que ella siempre llevaba en su cabello. Cerró su puño y sus dedos tronaron, los chasquidos siguieron de un nuevo golpe al escritorio con el cual él se levantó y salió de su fortaleza.

MolonyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora