4

59 8 0
                                    

Me aparté de la puerta para dejarla entrar. De nuevo no me veía, como muchos otros, pero eso no dejó que la parara de mirar. Había cambiado. Seguía llevando un traje negro, pero nadie mejor que yo sabía que no lo llevaba por gusto. Se quedó parada en medio de la estancia, y tras unos pocos segundos inspiró profundamente para relajar sus sentimientos. Comenzó a caminar hacia donde la vi por primera vez; la estantería infantil. Sus blancas manos se alzaron hacia unos libros viejos que tiempo atrás ya se habían pasado de moda. Agarró gentilmente el tomo y acarició sus páginas con dulzura, para después abrir una página que parecía tener memorizada y oler suavemente. El olor llegó hasta mi. El pan recién hecho me inundó totalmente hasta que lo cerró y se dirigió a pagarlo. Después de que saliera por la puerta dejando tras de si las campanillas que tanto había oído, decidí dejar el lugar para siempre y seguirla. Sus rápidos pasos tensaban la situación. Vi el cementerio a lo lejos; el lugar donde tantas veces había estado. Ella caminaba hacia él. No paré de seguir el ritmo de sus tacones. Entramos. La cantidad de gente vestida de negro me afirmaba lo que tantísimas veces había visto, un entierro. Un ataúd abierto descansaba sobre un agujero recién hecho. En él dormía plácidamente una anciana de pelo canoso con traje rojo cuya cara también conocía. Su tez blanca tenía mi firma. Mi vieja conocida se acercó, y dejando caer agua salada de sus océanos azules, colocó el libro entre las manos de la difunta. Miré la escena. Aquellas cosas no me afectaban. Las tenía demasiado vistas, y no podía intervenir; no todo lo que quisiese.

El sol otoñal comenzaba a esconderse entre los altos cipreses mientras el ahora cerrado ataúd era bajado delicadamente hacia el agujero. La chica comenzó a correr en el momento menos esperado fuera del cementerio, hasta volver a adentrarse a la ciudad. Se dirigió sin parar hacia un bloque de pisos, donde abrió una de las puertas y entró. Las horas pasaron mientras ella lloraba tumbada en un viejo sofá. Yo la observaba, silenciosa pero atentamente. Llegó el momento en el que paró de sollozar, se levantó hacia el baño y abrió el armario del espejo donde había varias medicinas. Cogió un bote de pastillas y regresó con él hacia el sofá. No me hacía falta leer la etiqueta para saber que eran y para que las quería. Fue tragando, una tras otra hasta vaciar el contenido del botecito.

Después se quedó mirando a la nada. Pasaron los minutos, hasta que por fin, me vio.

Me dispuse a marcharme; de nuevo se había convertido en otra de las muchas historias que ya había vivido; pero, tras cavilar en mis puede que no tan perdidos sentimientos, descubrí que sí que había encontrado una buena historia en aquella librería, y empezó desde que la vi por primera vez. Es por ello, que comencé a escribir todo lo que había aprendido para ella:

La vida de la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora