Pequeño ángel (3)

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Inglaterra, era victoriana

El dulce aroma de un día especial se respiraba, se podía sentir el aire fresco deslizándose entre las pesadas cortinas, desplazaba la calidez interior de la habitación enfriando cada rincón. Nadie se quejaba, era el simbolismo de un maravilloso inicio.

Por la corriente, las manos de Pete se habían puesto heladas y estas peinaban al jovencito más bajo encontrando un poco de calor entre las hebras. Desenredaba con los dedos el pelo rubio queriendo formar una ligera coleta, apenas y podía colocar la cinta; las hebras eran tan quebradas y desordenadas que detestaba ser el causante de los pequeños quejidos del chico. El adolescente desistió amarrando por última vez el pelo rubio de manera desordenada, con ver el calor en las mejillas pálidas del menor supo que solo había logrado lastimarlo.

El de mirada verdosa observó de reojo al de orbes oscuros viendo su acción sin algún sentido bastante acalorado por los tirones, se apartó de su lado quitando las manos intrusas de su cabeza y se sobó el cuero adolorido. Con la expresión de su cara le suplicó al otro que no lo peinara más, pero Pete ya había optado por ello, así que solo lo observó esperando cualquier accionar del pequeño.

Luego el blondo terminó asimilándose así mismo frente a un gran espejo sin haberse percatado antes del nuevo aspecto que tenía. Palpó la fina tela verde opaco que lo vestían y su cabello rubio que, al ser un poco largo y alborotado, apenas y se sostenía peinado en una pequeña coleta hacia atrás evidenciando unos cuantos mechones saliéndose de su lugar, pero a pesar de eso su imagen era en verdad pulcra y refinada. Desgraciadamente se sentía apretado e incómodo y sin mirar al mayor por la vergüenza de lo que haría a continuación, soltó la cinta de su cabello y lo revolvió haciendo suspirar a Pete. La paciencia no era precisamente el fuerte del de cabellos oscuros, pero si del rubio se trata, tenía que serlo de algún modo y por ello dejaría de insistir en arreglar el estropajo áureo.

El adolescente por supuesto que también se encontraba vestido de ropas muy elegantes, pero de eso ya estaba más que acostumbrado, de ese tipo de telas se cubría día a día.

-Tweek - El mayor llamó al chico haciendo que esté le mirara, Pete se acercó y tomó su mano - Ya es hora, mi padre nos está esperando - El niño asintió sin contestar y dejó que su tierna mano fuera sostenida por el adolescente guiándolo por la salida de la habitación. Ya era una costumbre para ambos desde casi el momento de empezar a conocerse, de apoco el pequeño se fue habituando a la cercanía de su nueva familia y, a decir verdad, el contacto físico le parecía extraño, pues ya no se trataba de golpes ni nada similar, ahora era una sensación agradable poder tocar a alguien de manera afectuosa.

Desde que puede recordar, Tweek no acostumbraba a acercarse a otras personas; se ponía nervioso y se sentía acosado, pero tratándose de Pete no era el caso. Con el suficiente tiempo que pudo conocer de él sabía que podía confiar, que no le haría daño como tampoco lo haría el señor Richard.

Ya había pasado un tiempo desde que el pequeño de ojos verdes llegó. Desde que el señor Richard decidió acoger al pequeño, su vida cambió drásticamente hallándose en una ilusión hecha realidad. El agobiante mundo que sofocaba al niño fue borrado al ser arropado por el acomodado cobijo de una familia, donde las heridas de sus pisadas fueron curadas con amor y protección causando que el suplicio de su corazón se encapsulara en los más olvidado de su mención.

-Pete, Tweek ¿Están listos? - La suave voz del padre se anunció cuando escuchó las pisadas acercándose.

Los jóvenes pasaron por el impecable mármol aun con las manos tomadas. Cruzaron el amplio pasillo hasta llegar a las escaleras que daban a la entrada principal, por debajo se podían ver los castaños risos del señor Richard, igual de vestidura fina.

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