Querida Katie:
Estoy notando que me ocurre algo especial con una chica que trabaja en la florería de la otra cuadra. Los dueños del negocio por lo general atienden con desgano. La mitad del local está dedicada a alojar una camioneta y una moto, y en la otra mitad exhiben unas plantas seleccionadas sin mucho criterio. Al fondo, junto a un jardín, se encuentra la casa de la familia en donde viven los dueños. Rara vez hay alguien atendiendo en el local; el visitante debe tocar un timbre y entonces primero se acercan desde la casa del fondo dos perros gigantes, y al rato alguno de los dueños. La primera vez que fui me atendió una chica de poco más de veinte años que no dejaba de sonreir en ningún momento. En medio de las flores, la muchacha apareció envuelta en un vestido floreado. Le dije que quería comprar perlita, que es un elemento muy útil para evitar que se apelmace la tierra en las macetas y que no altera el pH. La chica no tenía idea de qué le estaba hablando, hizo dos risitas nerviosas, me preguntó: ¿perlitas?, le dije que eran como unas piedritas blancas, me mostró una bolsa con canto rodado, le dije que las que yo buscaba eran más livianas, como bolitas de telgopor. Me dijo que no sabía nada de eso y me pidió que la esperara; fue hacia el fondo, meneando su cola mucho más de lo necesario, mientras uno de los perros la seguía hasta la casa olisqueándole las piernas bien cerca del borde de su vestido. Al poco rato surgió de la casa una anciana con una dentadura postiza desalineada y una cabellera desmechada y me preguntó qué necesitaba. Le pregunté por la perlita; dijo que estaba casi segura de saber de qué se trataba, que no tenían pero que iba a pedir que le trajeran en el próximo pedido, y que volviera la semana siguiente.
Diez días más tarde, volví a la florería a preguntar por la perlita. Otra vez fui recibido por los perros y después por la chica de vestido floreado, con su sonrisa permanente y sus rulos rubios colgando con cierta ingenuidad sobre sus tetas; hicimos un breve recuento de lo sucedido para ayudarla a recordar, y entonces me dijo que sí, que la habían encargado pero que todavía no había llegado, que volviera a intentarlo la semana siguiente.
A la otra semana volví y me volvió a atender la joven. Esta vez me preguntó si yo era el padre de ese bebe tan hermoso que veía pasear durante el día. Le dije que sí. Me dijo que el bebe tenía una mirada hermosa, y permanecimos un rato en silencio, flotando frente a frente, y entonces, con su sonrisa interminable, agregó que mi hijo tenía la misma mirada que yo. Frente a tanta adulación, y por qué no, belleza, en ese ambiente que –si se ignoraba a la camioneta de un costado y los ladridos de los perros, y si se olvidaba la imagen de la mujer mayor– parecía bucólico y hedónico, me sentí inspirado para decirle, en un tono que cuidé que fuera lo más discreto posible, que ella también era muy hermosa. Seguramente me ruboricé al decirlo. Ella se puso inmediatamente colorada y su sonrisa se profundizó un poco más, bajó la cabeza un instante y luego se irguió con orgullo. Bueno, me dijo, pasá cuando quieras a ver si llegan esas perlitas, y algo de ese "pasá cuando quieras" sonó en mis oidos como una invitación lujuriosa.
Desde entonces, no me atreví a volver a entrar a la florería durante un buen tiempo. Si bien vivo a media cuadra, cada vez que salía olvidaba el tema de la perlita, o pensaba en pasar más tarde, o simplemente no me sentía con ganas de ir. No sé si temía más encontrarme con la joven o con la anciana. Si alguna vez veía a la chica del vestido, la saludaba desde lejos con la mano y con una sonrisa y seguía mi camino sobreactuando mi paso de apuro porteño, que en este pueblo sólo utilizan los médicos y los abogados.
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Vida de pueblo
Ficción GeneralNada es lo que uno creía cuando viaja al interior del país y de uno mismo. Ni las costumbres de la gente ni los propios sentimientos. Estoy escribiendo esta novela desde hace siete años. Ya está casi terminada, aunque sigo corrigiendo partes. Public...