III EL BOSQUE ENTRE LOS MUNDOS

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III EL BOSQUE ENTRE LOS MUNDOS
Al instante desaparecieron el tío Andrés y su estudio. Después, por espacio de unos
momentos, todo fue una gran confusión. Lo primero que Dígory advirtió fue que había una
suave luz verde que bajaba sobre él desde arriba, y abajo la oscuridad. Parecía que no
estaba parado en nada, ni sentado ni tendido. Parecía que nada lo tocaba.
—Creo que estoy en el agua —dijo Dígory—. O bajo el agua.
Esto lo asustó por unos segundos, pero casi de inmediato se dio cuenta de que era
impulsado hacia arriba. De pronto su cabeza salió repentinamente al aire y se encontró en
tierra, caminando a gatas sobre un blando pasto al borde de una poza.
Al ponerse de pie vio que ni chorreaba agua ni se sentía sin aliento como sería de
esperar después de permanecer bajo el agua. Su ropa estaba perfectamente seca. Se hallaba
al borde de una pequeña poza de no más de tres metros de ancho, en medio de un bosque.
Los árboles crecían uno al lado del otro y eran tan frondosos que no lo dejaban divisar el
cielo. Toda la luz que veía era la verde luz que pasaba a través de las hojas; mas debe haber
habido un sol fortísimo arriba, ya que esta luz verde era brillante y cálida. Era el bosque más
silencioso que te puedas imaginar. No había pájaros, ni insectos, ni animales, ni siquiera
viento. Casi podías sentir crecer los árboles. La poza de donde acababa de salir no era la
única. Había docenas más... una poza cada ciertos metros, hasta donde alcanzabas a ver.
Casi podías sentir los árboles bebiendo el agua con sus raíces. Era un bosque muy sensible.
Cuando trataba de describirlo después, Dígory siempre decía: “Era un lugar rico: rico como
un pastel de ciruela”.
Lo más extraño era que, casi antes de mirar a su alrededor, Dígory ya casi no recordaba
cómo había llegado hasta allí. En todo caso, no pensaba ni remotamente en Polly, o en el tío
Andrés, o en su madre al menos. No tenía una pizca de miedo, ni emoción, ni curiosidad. Si
alguien le hubiese preguntado: “¿De dónde vienes?”, probablemente habría contestado:
“He estado siempre aquí”. Así se sentía uno ahí como si hubiera estado siempre en ese lugar
y jamás se aburriera, aunque nunca pasara nada. Como explicaba más tarde, “no es la clase
de lugar donde suceden cosas. Los árboles siguen creciendo, eso es todo”.
Después de contemplar el bosque durante largo rato, Dígory notó que había una niña
acostada de espalda al pie de un árbol a unos metros de distancia. Sus ojos estaban casi
cerrados, pero no totalmente, como si estuviera entre dormida y despierta. El la miró un
buen rato y no dijo nada. Y finalmente ella abrió los ojos y lo miró por mucho rato y tampoco
dijo nada. Después ella habló, con una voz soñadora y contenta.
—Creo que te he visto antes —dijo.
—Yo creo que también te he visto —respondió Dígory—. ¿Hace tiempo que estás
aquí?
—¡Oh!, siempre —dijo la niña—. Por lo menos... no sé... muchísimo tiempo. —Igual
que yo —dijo Dígory.
—No, tú no —replicó ella—. Te acabo de ver salir de esa poza que hay ahí. —Sí, supongo
que sí —dijo Dígory, con aire perplejo—. Se me había olvidado. Entonces por un
larguísimo rato ninguno dijo nada más.
—Mira —dijo la niña de pronto—, me pregunto si realmente nos conocimos antes.
Tenía una especie de idea..., una especie de imagen en mi mente... de un niño y una niña,
como nosotros..., que vivían en algún lugar muy diferente... y que hacían toda clase de
cosas. Quizás fue sólo un sueño.
—Yo he tenido el mismo sueño, creo —dijo Dígory—. De un niño y una niña que eran
vecinos... y algo acerca de trepar entre unas vigas. Me acuerdo que la niña tenía la cara sucia.
—¿No estarás equivocado? En mi sueño era el niño el que tenía la cara sucia.
—No puedo recordar la cara del niño —dijo Dígory, y después agregó—: ¡Hola! ¿Qué
es eso?
—¡Pero si es un conejillo de Indias! —exclamó la niña. Y eso era un gordiflón conejillo
de Indias, olfateando el pasto. Y justo en la mitad, el conejillo llevaba una cinta y, amarrado
con esa cinta, un reluciente Anillo amarillo.
—¡Mira, mira! —gritó Dígory—. ¡ElAnillo! ¡Y mira! Tú tienes uno en el dedo. Y yo
también.
La niña entonces se sentó, por fin con verdadero interés. Se miraron fijamente uno a
otro, tratando de recordar. Y de pronto, exactamente al mismo tiempo, ella gritó “el señor
Ketterley”, y él gritó “el tío Andrés”, y supieron quiénes eran y comenzaron a recordar toda
la historia. Después de unos cuantos minutos de ardua conversación lo tuvieron todo muy
claro. Dígory le explicó lo horriblemente mal que se había portado el tío Andrés.
—Y ahora ¿qué hacemos? —preguntó Polly—. ¿Tomamos el conejillo de Indias y nos
vamos a casa?
—No hay ningún apuro —dijo Dígory, con un enorme bostezo.
—Yo creo que sí —insistió Polly—. Este lugar es demasiado tranquilo. Es de ensueño.
Tú estás medio dormido. Si una vez nos dejamos llevar por el sueño, lo único que haremos
será acostarnos y dormitar para siempre jamás.
—Se está tan bien aquí —dijo Dígory.
—Sí, claro —replicó Polly—. Pero tenemos que regresar.
Se puso de pie y comenzó a avanzar cautelosamente hacia el conejillo. Pero después
cambió de opinión.
—Es mejor dejar el conejillo de Indias aquí —dijo—. Está tan feliz, y tu tío hará algo
horrible con él si lo llevamos de vuelta.
—Te apuesto que sí —contestó Dígory—. Mira cómo nos ha tratado a nosotros. A
propósito, ¿cómo volveremos a casa?

El sobrino del mago Donde viven las historias. Descúbrelo ahora