V LA PALABRA DEPLORABLE
Los niños se miraban a través del pilar donde colgaba la campana temblando aún a
pesar de que ya no daba una sola nota. De súbito escucharon un ruido suave proveniente del
fondo de la sala que no había sido dañado. Rápidos como un relámpago, se volvieron a
mirar qué era. Una de las figuras vestidas, la más lejana de todas, la mujer que Dígory
encontraba tan bella, se estaba levantando de su silla. Cuando estuvo de pie, se dieron
cuenta de que era mucho más alta de lo que habían creído. Y veías de inmediato, no sólo
por su corona y por su manto, sino por el destello de sus ojos y por el gesto de sus labios,
que era una reina importante. Ella miró a su alrededor y vio los daños de la sala y vio a los
niños, pero por la expresión de su cara no podías adivinar qué pensaba de todo ello ni si
estaba sorprendida. Avanzó con paso largo y ligero.
—¿Quién me ha despertado? ¿Quién ha roto el hechizo? —preguntó. —Creo
que debo haber sido yo —respondió Dígory.
—¡Tú! —exclamó la reina, poniendo la mano sobre su hombro..., una mano blanca y
hermosa, pero Dígory sintió que era fuerte como tenazas de acero—. ¿Tú? Pero si eres sólo
un niño, un simple niño. Cualquiera puede ver a la primera mirada que no tienes una gota
de sangre real en tus venas. ¿Cómo ha osado alguien como tú penetrar en esta mansión?
—Vinimos de otro mundo; por magia —contestó Polly, que pensaba que ya era
tiempo de más de que la Reina se fijara en ella tanto como en Dígory.
—¿Es verdad? —dijo la Reina, siempre con los ojos clavados en Dígory y sin dar una sola
mirada a Polly.
—Sí, es verdad —repuso Dígory.
La Reina colocó su otra mano bajo la barbilla de Dígory, obligándolo a levantarla de
modo que ella pudiese ver mejor su cara. Dígory trató de devolverle la mirada, pero pronto
hubo de bajar los ojos. Había algo en los de ella que lo subyugaba. Después de examinarlo
por más de un minuto, le soltó la barbilla y dijo:
—Tú no eres un mago. No tienes la marca. Debes ser solamente el criado de un mago.
Es la magia de algún otro la que los ha hecho viajar hasta aquí.
—Fue mi tío Andrés —dijo Dígory.
En ese momento, no en la sala misma sino en algún otro lugar muy próximo, se sintió
primero un ruido sordo, luego un crujido y después un estruendo de murallas y techos
cayendo, y el suelo tembló.—Hay gran peligro aquí —dijo la Reina—. Todo se está derrumbando. Si no salimos
dentro de pocos minutos quedaremos sepultados bajo las ruinas.
Habló con tanta calma como si estuviera meramente diciendo qué hora era.
—Vengan —agregó, y tendió una mano a cada niño. Polly, a quien le disgustaba la
Reina y, además, estaba resentida, no le habría permitido que tomara su mano, si hubiera
podido evitarlo. Pero a pesar de que la Reina hablaba con mucha calma, sus movimientos
eran rápidos como el pensamiento. Antes de que Polly entendiera lo que estaba
sucediendo, su mano izquierda fue cogida por una mano mucho más grande y fuerte que la
suya y no pudo impedirlo.
“Es una mujer terrible —pensó Polly—. Tiene fuerza como para quebrarme el brazo con
sólo torcérmelo. Y ahora que me ha tomado la mano izquierda no puedo ponerme el Anillo
amarillo. Y si tratara de alargar la mano derecha y meterla en mi bolsillo izquierdo, no
alcanzaría a hacerlo antes de que ella me preguntara qué pretendía. Pase lo que pase, no
debemos permitir que sepa lo de los Anillos. Espero que Dígory tenga la sensatez de
quedarse con la boca cerrada. Ojalá pudiera hablar con él a solas”.
La Reina los condujo fuera de la Sala de las Imágenes hasta un largo corredor y luego
por un verdadero laberinto de salas y escaleras y patios. A cada instante escuchaban cómo
se derrumbaban diferentes partes del enorme palacio, a veces muy cerca de ellos. Una vez
un inmenso arco cayó retumbando sólo un momento después de que ellos lo habían
atravesado. La Reina caminaba apresuradamente y los niños tenían que trotar para
mantenerse a su paso, pero no mostraban señas de temor. Dígory pensaba: “Es
maravillosamente valiente. Y fuerte. ¡Es lo que se llama una Reina! Espero que nos relate la
historia de este lugar”.
De hecho, les dijo algunas cosas mientras caminaban.
—Esa es la puerta a los calabozos —decía, o—: Ese pasadizo conduce a las principales
salas de tortura —o bien—: Este era el antiguo salón de los banquetes donde mi bisabuelo
ofreció un festín a setecientos nobles y los asesinó después de que hubieran bebido hasta la
saciedad. Habían tenido intenciones de rebelarse.
Luego llegaron a una sala más grande e imponente que cualquiera de las que habían
visto. Por su tamaño y por las enormes puertas al fondo, Dígory pensó que ahora al fin
debían haber llegado a la entrada principal. Y en esto sí que estaba en lo cierto. Las puertas
eran negrísimas, de ébano o de algún metal negro que no se encuentra en nuestro mundo.
Las cerraban grandes trancas, la mayoría demasiado altas para alcanzarlas y demasiado
pesadas para levantarlas. Dígory se preguntaba qué harían para salir.
La Reina le soltó la mano y alzó su brazo. Se enderezó en toda su estatura y se quedó
rígida. Luego dijo algo que ellos no pudieron entender (pero que sonaba horroroso) e hizo
un gesto como si estuviese arrojando algo contra las puertas. Y aquellas altas y pesadas
puertas temblaron por la fracción de un segundo como si fueran de seda y luego se
derrumbaron hasta que no quedó nada más que un montón de polvo sobre el umbral.
—¡Pfiu! —silbó Dígory.
—¿Tiene tu amo el mago, tu tío, un poder como el mío? —le preguntó la Reina,
asiendo firmemente la mano de Dígory otra vez—. Pero ya lo sabré más tarde. Entretanto
recuerden lo que han visto. Esto es lo que les pasa a las cosas y a la gente que se ponen en mi
camino.
Una luz mucho más clara que la que habían visto hasta ahora en ese sitio entraba a
través de la puerta ahora abierta, y cuando la Reina los hizo cruzarla, no se sorprendieron de
encontrarse al aire libre. El viento que les daba en la cara era frío y, sin embargo, no sé por
qué era viciado. Se hallaban en una alta terraza y de allí contemplaban el amplio paisaje que
se extendía a sus pies.
Muy abajo y cerca del horizonte colgaba un enorme sol rojo, mucho más grande que
nuestro sol. Dígory pensó de inmediato que además era más viejo que el nuestro; era un sol
cercano al fin de su vida, cansado de posar su mirada desdeñosa sobre aquel mundo. A la
derecha del sol, y más arriba, había una estrella solitaria, grande y brillante. Eran las únicas
dos cosas que se veían en ese cielo oscuro; formaban un tétrico grupo. Y en la tierra, en
todas direcciones, hasta donde alcanzaban a ver, se extendía una vasta ciudad en la cual no
se veía cosa viviente. Y todos los templos, torres, palacios, pirámides y puentes arrojaban
sombras largas de aspecto catastrófico a la luz de aquel sol marchito. Alguna vez un gran río
había atravesado la ciudad, pero hacía tiempo que el agua se había ido consumiendo y ahora
era nada más que un ancho zanjón de polvo gris.
—Miren bien lo que ningún ojo volverá a ver —dijo la Reina—. Esta era Charn, la gran
ciudad, la ciudad del Rey de Reyes, la maravilla del mundo, quizás de todos los mundos.
¿Gobierna tu tío una ciudad tan grandiosa como ésta, muchacho?
—No —respondió Dígory. Iba a explicarle que el tío Andrés no gobernaba ninguna
ciudad, pero la Reina prosiguió.
—Está silenciosa ahora. Pero yo he estado aquí cuando el aire se llenaba de todos los
ruidos de Charn; el peso de las pisadas, el crujido de las ruedas, el chasquido de los látigos y
el gemir de los esclavos, el tronar de los carruajes y los tambores de sacrificio redoblando en
los templos. He estado aquí (pero eso fue hacia el final) cuando el rugido de la batalla subió
de cada una de las calles y el río de Charn se tornó rojo —hizo una pausa y agregó—: En un
solo instante, una mujer lo aniquiló todo para siempre.
—¿Quién? —preguntó Dígory, con voz desmayada; pero ya había adivinado la
respuesta.
—Yo —contestó la Reina—. Yo, Jadis, la última Reina, pero la Reina del Mundo.
Los dos niños se quedaron callados, tiritando en el viento helado.
—Fue por culpa de mi hermana —dijo la Reina—. Ella me obligó a hacerlo. ¡Que la
maldición de todos los poderes caiga sobre ella eternamente! Yo estuve siempre dispuesta a
hacer las paces..., sí, y también a perdonarle la vida si me hubiera cedido el trono. Pero no
me lo cedió. Su orgullo ha destruido el mundo entero. Incluso después de comenzar la guerra
hicimos la solemne promesa de que ningún bando usaría magia. Pero cuando ella rompió su
promesa, ¿qué podía hacer yo? ¡Estúpida! Como si no supiera que yo poseía mucho más
magia que ella. Hasta sabía que yo tenía el secreto de la Palabra Deplorable. ¿Habrá
pensado, siempre fue una pusilánime, que yo no la iba a usar?
—¿Cuál era? —preguntó Dígory.
—Ese era el más secreto de los secretos —replicó la Reina Jadis—. Desde tiempos
inmemorables los grandes reyes de nuestra raza supieron que había una palabra que, si se
pronunciaba con las debidas ceremonias, podía destruir todo lo viviente, excepto a la
persona que la pronunciaba. Pero los reyes de antaño eran débiles y blandos de corazón, y
se comprometieron con grandes juramentos a que ni ellos ni los que los sucedieran jamás
intentarían siquiera conocer esa palabra. Pero yo la aprendí en un lugar recóndito y pagué
un precio terrible por ella. No la utilicé hasta que mi hermana me forzó a hacerlo. Luché y
luché para vencerla por otros medios. Derramé la sangre de mis ejércitos como si fuera
agua...
—¡Salvaje! —murmuró Polly.
—La gran batalla final —dijo la Reina— hizo estragos con incontenible violencia
durante tres días aquí en la propia Charn. Durante tres días la contemplé desde este mismo
sitio. No usé mi poder hasta que cayó el último de mis soldados, y hasta que la maldita mujer,
mi hermana, a la cabeza de sus rebeldes, estuvo al medio de aquella escalera enorme que
conduce de la ciudad a la terraza. Entonces esperé hasta que estuvimos tan cerca que
podíamos ver nuestros rostros. Ella me clavó sus horribles ojos malvados y dijo: “Victoria”.
“Sí”, dije yo, “victoria, pero no tuya”. Y pronuncié la Palabra Deplorable. Un instante más
tarde yo era el único ser viviente bajo el sol.
—¿Y la gente? —jadeó Dígory.
—¿Qué gente, muchacho? —preguntó la Reina.
—Toda la pobre gente —replicó Polly— que no te había hecho nunca ningún daño. Y las
mujeres, y los niños, y los animales.
—¿No entiendes? —dijo la Reina (todavía dirigiéndose a Dígory)—. Yo era la Reina.
Ellos eran mi gente. ¿Para qué otra cosa estaban allí sino para hacer mi voluntad?
—Bastante mala suerte tuvieron, a pesar de todo —comentó Dígory.
—Me olvidé de que tú eres solamente un niño común y corriente. ¿Cómo podrías
entender las razones de Estado? Tienes que aprender, niño, que lo que sería incorrecto para
ti o para cualquiera persona común, no lo es para una gran Reina como yo. Llevamos el peso del mundo sobre nuestros hombros. Debemos estar
liberadas de todas las reglas. El nuestro es un destino superior pero solitario.
Dígory recordó súbitamente que el tío Andrés había usado exactamente las mismas
palabras. Pero sonaban mucho más grandiosas cuando las decía la Reina Jadis; tal vez
porque el tío Andrés no medía dos metros de estatura ni era deslumbrantemente hermoso.
—¿Y entonces qué hiciste? —preguntó Dígory.
—Yo había ya lanzado fuertes hechizos en la sala donde estaban las imágenes de mis
ancestros. Y la fuerza de aquellos hechizos consistía en que yo debía dormir en medio de
ellos, como una imagen más, sin necesidad de alimento ni fuego, aunque pasaran mil años,
hasta que alguien llegase y tocara la campana y me despertara.
—¿Fue la Palabra Deplorable la que puso así el sol? —preguntó Dígory.
—¿Así como qué? —preguntó a su vez Jadis. —Tan grande, tan rojo y tan helado.
—Siempre ha sido así —repuso Jadis—. Al menos, por cientos de miles de años.
¿Tienen ustedes una clase diferente de sol en vuestro mundo?
—Sí, es más chico y más amarillo. Y da muchísimo más calor.
La Reina dejó oír un larguísimo “¡A...a...ah!” Y Dígory vio en su rostro la misma mirada
ávida y codiciosa que había visto últimamente en el de su tío Andrés.
—Entonces —dijo—, tu mundo es más joven.
Ella calló por un momento, miró una vez más la ciudad desierta —y si se arrepentía
del mal que había hecho no lo demostró— y luego dijo:
—Bueno, vámonos ya. Hace frío aquí al final de todos los tiempos.
—¿Dónde iremos? —preguntaron los niños.
—¿Dónde? —repitió Jadis, sorprendida—. A tu mundo, por supuesto.
Polly y Dígory se miraron uno al otro, espantados. A Polly le había desagradado la
Reina desde el principio; y aun Dígory, ahora que había escuchado la historia, pensaba que
ya la había visto mucho más de lo que hubiera querido. Ella no era, ciertamente, la clase de
persona que uno quisiera llevar a casa. E incluso si hubieran querido, no sabrían cómo
hacerlo. Lo que deseaban era escapar; pero Polly no podía sacar su Anillo y, por supuesto,
Dígory no se iría sin ella. Dígory se puso colorado y tartamudeó:
—Oh... ah... nuestro mundo. No s...s...sabía que quisieras ir allá.
—¿Para qué otra cosa los enviaron sino para venir a buscarme a mí? —preguntó Jadis.
—Estoy seguro de que no te gustaría nada nuestro mundo —dijo Dígory—.
No es su tipo de mundo, ¿no es cierto, Polly? Es muy aburrido; no vale la pena conocerlo,
realmente.
—Pronto valdrá la pena verlo, cuando yo lo gobierne —contestó la Reina.
—Pero es que no podrás —insistió Dígory—. No es tan fácil. No te lo permitirán,
créeme.
La Reina lo miró con una sonrisa despectiva.
—Muchos grandes reyes —dijo— pensaron que podían enfrentarse a la Casa de Charn.
Pero todos cayeron, y hasta sus nombres han sido olvidados. ¡Niño estúpido! ¿Crees que yo,
con mi belleza y mi magia, no tendré a tu mundo entero a mis pies antes de que pase un
año? Preparen sus conjuros y llévenme allí de inmediato.
—Esto es lo más espantoso que hay —dijo Dígory a Polly.
—Quizás tienes miedo por ese tío tuyo —continuó Jadis—. Pero si me honra como es
debido, conservará su vida y su trono. No iré a pelear contra él. Debe ser un gran mago, ya
que ha encontrado la manera de enviarte hasta acá. ¿Es el rey de todo tu mundo o de sólo
una parte?
—No es el rey de ninguna parte —repuso Dígory.
—Mientes —dijo la Reina—. ¿No va la magia siempre unida a la sangre real? ¿Quién
escuchó alguna vez decir que la gente común sepa de magia? Puedo ver la verdad, así la
digas o no. Tu tío es el gran Rey y el gran Hechicero de tu mundo. Y por sus artes mágicas ha
visto la sombra de mi rostro, en algún espejo mágico o en algún estanque encantado; y,
enamorado de mi belleza, ha formulado un potente hechizo que ha remecido tu mundo
hasta sus cimientos y te ha enviado a través del inmenso golfo entre mundo y mundo a
pedirme que por favor te deje llevarme a él. Respóndeme: ¿no es así como ha pasado?
—Bueno, no exactamente —respondió Dígory.
—¡No exactamente! —gritó Polly—. Pero si son puras tonterías, de principio a
fin.
—¡Insolente! —vociferó la Reina, volviéndose furiosa hacia Polly y tirándole el pelo en
la parte de arriba de la cabeza, donde más duele. Pero al hacerlo soltó las manos de ambos
niños.
—¡Ahora! —gritó Dígory.
—¡Rápido! —gritó Polly.
Metieron sus manos izquierdas en los bolsillos. No tuvieron necesidad de ponerse
siquiera los Anillos. En cuanto los tocaron, todo aquel mundo triste desapareció de su vista.
Subían a toda velocidad y se acercaban a una cálida luz verde.
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El sobrino del mago
Fantasy(Transcrito) Es una novela de fantasía de la serié Las Crónicas De Narnia creada por C.S. Lewis. Dos amigos, víctimas del poder de unos anillos mágicos, son arrojados a otro mundo en el que una malvada hechicera intenta convertirlos en sus esclavos...