VI EL COMIENZO DE LAS DESVENTURAS DEL TIO ANDRES

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—¡Suéltame, suéltame!
—gritaba Polly. —¡Ni siquiera te estoy tocando! —protestó Dígory.
Luego sus cabezas emergieron de la poza y, una vez más, los envolvió la asoleada
quietud del Bosque entre los Mundos, que parecía estar más delicioso y tibio y apacible que
nunca después de la ranciedad y las ruinas del lugar que acababan de abandonar. Creo que
si hubieran tenido la oportunidad, nuevamente habrían olvidado quiénes eran y de dónde
venían, y se habrían recostado y se habrían entretenido, medio adormilados, escuchando
crecer los árboles. Pero esta vez había algo que los mantenía totalmente despiertos: pues
junto con salir al pasto, se dieron cuenta de que no estaban solos. La Reina, o la Bruja (como
quieras llamarla), había subido con ellos, aferrada firmemente del cabello de Polly. Por eso
Polly había gritado “ ¡Suéltame!”
Esto probó, digámoslo francamente, que había otra cosa sobre los Anillos que el tío
Andrés no le había dicho a Dígory, porque él mismo no lo sabía. Para saltar de mundo en
mundo usando uno de esos Anillos no es necesario que lo lleves puesto o que lo toques tú
mismo; basta con que toques a alguien que lo está tocando. De ese modo actúan como un
imán; y todos saben que si recoges un alfiler con un imán, recogerás también cualquier otro
alfiler que esté en contacto con el primero.
Claro que ahora en el bosque la Reina Jadis se veía diferente. Estaba mucho más pálida
que antes; tan pálida que apenas le quedaba algo de su hermosura. Se había encorvado y
parecía que le costaba respirar, como si el aire de aquel lugar la sofocara. Ninguno de los niños le tuvo miedo ahora.
—¡Suéltame! Suéltame el pelo —dijo Polly—. ¿Qué pretendes? —¡Oye!
Suéltale el pelo. De inmediato —ordenó Dígory.
Se le fueron los dos encima y forcejearon con ella. Eran más fuertes y en pocos
segundos la obligaron a soltarlo. Retrocedió tambaleándose, jadeante, y en sus ojos asomó
una mirada de terror.
—¡Rápido, Dígory! —dijo Polly—. Cambia los Anillos y a la poza del regreso.
—¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Piedad! —gritó la Bruja, con voz apagada, tambaleándose en pos
de ellos—. Llévenme con ustedes. No es posible que piensen dejarme en este horrible lugar.
Me está matando.
—Es una razón de Estado —dijo Polly, malévolamente—. Como cuando mataste a
toda esa gente de tu propio mundo. Apúrate, Dígory.
Ya se habían puesto los Anillos verdes, pero Dígory dijo:
—¡Qué atroz! ¿Qué deberíamos hacer? —no podía evitar sentir un poco de lástima por
la Reina.
—No seas burro —dijo Polly—. Te apuesto diez a uno que ella está sólo fingiendo. Ven,
por favor.
Y entonces los niños se sumergieron en la poza.
“Qué bueno fue haber dejado esa señal”, se dijo Polly.
Pero cuando saltaron, Dígory sintió que un dedo y un pulgar largos y fríos le apretaban
una oreja. Y a medida que se hundían y que las confusas formas de su propio mundo
comenzaban a aparecer, la presión de aquellos dedos se hacía más fuerte. Aparentemente,
la Bruja iba recuperando sus fuerzas. Dígory luchó y lanzó patadas, pero no sirvió de nada. Al
poco rato se encontraron en el estudio del tío Andrés; y allí estaba el tío Andrés,
contemplando aquella maravillosa criatura que Dígory había traído de más allá del mundo.
Y hacía bien en contemplarla. Dígory y Polly también la contemplaban. No cabía duda
de que la Bruja se había repuesto de su desmayo; y ahora que la veías en este mundo,
rodeada de cosas normales, sencillamente te dejaba sin aliento. En Charn había sido
bastante alarmante; en Londres, era terrorífica. En primer lugar, hasta este momento no se
habían dado cuenta de lo grande que era. “Casi no es humana” fue lo que pensó Dígory al
mirarla; y debe haber tenido razón, pues dicen que la familia real de Charn tiene sangre de
gigantes. Pero hasta su estatura era nada comparada con su belleza, su ferocidad y su
braveza. Parecía estar diez veces más viva que la mayoría de la gente que uno se topa en
Londres. El tío Andrés hacía reverencias y se sobaba las manos y tenía aspecto, a decir
verdad, de estar sumamente asustado. Parecía un enanito al lado de la Reina. Y, sin
embargo, como diría Polly más tarde, había una cierta semejanza entre la cara de la Bruja y
la suya, algo en la expresión. Era la mirada que todos los magos malvados tienen, la “Marca”
que Jadis dijo no encontrar en la cara de Dígory. Lo bueno de verlos a ambos juntos fue que nunca más le tendrías miedo al tío Andrés, como no podrías tenerle miedo a un gusano
después de haberte encontrado con una serpiente cascabel, o como no podrías tenerle
miedo a una vaca después de haberte enfrentado a un toro furioso.
“¡Puf! —pensó Dígory para sí—. ¡El, un mago! ¡Qué se ha creído! Ella es la verdadera
maga”.
El tío Andrés seguía sobándose las manos y haciendo reverencias. Trataba de decir
algo muy cortés, pero se le había secado tanto la boca que no podía hablar. Su
“experimento” con los Anillos, como él lo llamaba, resultaba más exitoso de lo que hubiese
querido: pues aunque era aficionado a la magia desde hacía años, siempre había dejado los
peligros (en la medida en que uno puede) a otras personas. Jamás le había sucedido antes
algo semejante.
Entonces Jadis habló, no muy fuerte, pero había algo en su voz que hacía que todo el
cuarto trepidara.
—¿Dónde está el Mago que me ha traído a este mundo?
—¡Ah..., ah...!, señora —resolló el tío Andrés —. Tengo el alto honor..., me alegro
profundamente..., el placer más inesperado..., si sólo hubiera tenido la ocasión de hacer
algunos preparativos..., yo..., yo...
—¿Dónde está el Mago, idiota? —dijo Jadis.
—Soy..., soy yo, señora. Espero que perdonará cualquiera... ee... familiaridad que se hayan tomado estos picaros niños. Le aseguro que no tenía ninguna intención...
—¡Tú! —exclamó la Reina, en un tono aún más terrible.
Luego, de una sola zancada, atravesó la sala, agarró un buen mechón del canoso
cabello del tío Andrés y le echó hacia atrás la cabeza, de manera que su rostro mirara
directamente al suyo. Examinó su cara tal como había examinado la de Dígory en el palacio
de Charn. El parpadeaba y se pasaba nerviosamente la lengua por los labios. Finalmente lo
soltó, tan de repente, que se fue a estrellar tambaleándose contra la pared.
—Ya veo —dijo desdeñosamente—, eres un mago... bastante insignificante. Párate,
perro, y no te quedes echado en el suelo como si estuvieras hablando con tus iguales.
¿Cómo has llegado a saber de magia? Tú no eres de sangre real, podría jurarlo.
—Bueno..., ee..., tal vez en el sentido estricto —tartamudeó el tío Andrés—. No
exactamente real, señora. Sin embargo, los Ketterley somos una familia muy antigua. Una
antigua familia de Dorsetshire, señora.
—¡Silencio! —dijo la Bruja—. Ya sé lo que eres. Eres un mísero mago de poca monta que
practica lo que ha aprendido en instrucciones y libros. No hay verdadera magia en tu sangre
ni en tu corazón. Tu especie se extinguió en mi mundo hace miles de años. Pero aquí te
permitiré ser mi criado.
—Estaría muy contento..., encantado de poder servirla..., u...u...un pla...placer, se lo
aseguro.
—¡Silencio! Hablas demasiado. Escucha: esta es tu primera tarea. Me doy cuenta de que estamos en una ciudad grande. Consígueme de inmediato un carruaje o una alfombra
voladora o un dragón bien amaestrado o cualquiera cosa que sea lo habitual en este país
para la gente de la realeza y de la nobleza. En seguida, llévame a sitios donde pueda
comprar vestidos y joyas y esclavos apropiados a mi rango. Mañana comenzaré la conquista
del mundo.
—I...i...iré en el acto a llamar un coche de alquiler —jadeó el tío Andrés.
—Detente —dijo la Bruja, justo cuando él llegaba a la puerta—. Ni sueñes en
traicionarme. Mis ojos pueden ver a través de las murallas y dentro de la mente de los
hombres. Te seguirán por dondequiera que vayas. Al primer signo de desobediencia lanzaré
contra ti tales hechizos que cualquiera parte donde te sientes será como acero candente y
dondequiera que te acuestes habrá bloques de hielo a tus pies. Y ahora, vete.
El anciano salió como un perro con la cola entre las piernas.
Los niños temían que ahora Jadis les dijera algo sobre lo que había pasado en el
bosque. Mas, sin embargo, ella jamás lo mencionó ni entonces ni después. Yo creo (y Dígory
también lo cree) que tenía una mente incapaz de recordar ese lugar apacible; por mucho
que la llevaras allá frecuentemente y la dejaras ahí largo tiempo, no lograría saber nada de
él. Ahora que se había quedado sola con los niños, no les prestó la menor atención a
ninguno de los dos. Y eso era muy propio de ella también. En Charn había ignorado a Polly
(hasta el último), porque era a Dígory a quien ella quería utilizar. Ahora que tenía al tío Andrés, no tomaba en cuenta a Dígory. Me imagino que la mayoría de las brujas serán así.
No se interesan en cosas o en personas a menos que puedan utilizarlas; son terriblemente
prácticas. De modo que hubo silencio en la sala durante un par de minutos. Pero por la
manera en que Jadis golpeaba con el pie en el suelo, te dabas cuenta de que comenzaba a
impacientarse.
De pronto dijo, como para sí misma:
—¿Qué estará haciendo ese viejo tonto? Debí haber traído un látigo.
Salió con paso majestuoso en busca del tío Andrés, sin dar ni una mirada a los niños.
—¡Puf! —exclamó Polly, dejando escapar un largo suspiro de alivio—. Y ahora, me
voy a casa. Es atrozmente tarde. ¡Me va a llegar!
—Está bien, pero vuelve lo antes que puedas —dijo Dígory—. Es simplemente
espeluznante tenerla aquí. Tenemos que idear algún plan.
—Eso depende de tu tío ahora —dijo Polly—. Fue él quien empezó todo este enredo
de jugar a la Magia.
—Como sea, ¿volverás, no es cierto? ¡Demonios, no me puedes dejar solo en un lío
como éste!
—Me iré a casa por el túnel —respondió Polly, en un tono más bien frío—. Es el camino
más rápido. Y si quieres que vuelva, ¿no sería mejor que dijeras que te arrepientes?
—¿Arrepentirme? —exclamó Dígory—. ¡Dime si eso no es típico de las niñas! ¿Qué he
hecho yo?
—¡Oh!, nada, por supuesto —replicó Polly, sarcásticamente—. Sólo que casi me
torciste la muñeca en esa sala de las figuras de cera, como un cobarde peleador. Sólo que
tocaste la campana con el martillo, como un tonto idiota. Sólo que regresaste al bosque
para que ella tuviera tiempo de aferrarse a ti antes de que saltáramos a nuestra poza. Eso es
todo.
—¡Oh! —dijo Dígory muy sorprendido—. Bueno, muy bien, diré que me arrepiento. Y
en realidad siento mucho lo que pasó en la sala de las figuras de cera. Ahí tienes: ya dije que
lo siento. Y ahora, sé buena y vuelve. Me veré en un problema horrendo si no vuelves.
—No veo qué es lo que te va a pasar a ti. Es el señor Ketterley el que se va a sentar en
sillas de acero al rojo y el que tendrá hielo en su cama, ¿no es así?
—No se trata de ese tipo de cosas —dijo Dígory—. Lo que me preocupa es mi madre.
Suponte que esa criatura entre en su pieza. Le daría un susto mortal.
—¡Ah!, ya veo —dijo Polly con un tono de voz muy diferente—. Está bien. No
discutamos más. Volveré... si es que puedo. Pero ahora debo irme.
Y se fue reptando por la puertecita del túnel; y ese lugar oscuro en medio de las vigas
que les había parecido tan emocionante y peligroso hacía unas pocas horas, ahora le parecía
sumamente aburrido y sin atractivo.
Y en este punto es preciso volver con el tío Andrés. Su pobre y viejo corazón latía
desordenadamente mientras bajaba haciendo eses por la escalera del desván y se enjugaba
repetidamente la frente con un pañuelo. Cuando llegó a su dormitorio, que estaba en el piso de abajo, se encerró con llave. Y lo primero que hizo fue buscar a tientas en su ropero
una botella y una copa que siempre escondía allí, donde la tía Letty no podría encontrarlas.
Se sirvió una copa llena de algún repugnante licor de los que les gusta a los mayores y se lo
bebió de un solo trago. Después lanzó un hondo suspiro.
“¡Por mi honor! —se dijo—. Estoy tremendamente perturbado. ¡Esto es muy
desconcertante! ¡Y a estas altura de mi vida!”
Se sirvió una segunda copa y se la bebió; luego empezó a cambiarse ropa. Nunca has
visto ropa como aquélla, pero yo la recuerdo muy bien. Se puso un cuello almidonado, muy
alto e impecable, de esos que te hacen tener la barbilla en alto todo el tiempo. Se puso un
chaleco blanco con dibujos y se colgó su reloj de oro atravesado por delante. Se puso su
mejor levita, la que guardaba para los casamientos y los funerales. Sacó su mejor sombrero
de copa y lo escobilló. Había un florero con flores (puesto por la tía Letty) sobre el velador;
tomó una y la colocó en su ojal. Sacó un pañuelo limpio (uno precioso, de los que no se
pueden comprar hoy en día) del cajoncito de la izquierda y le echó unas gotas de perfume.
Tomó su monóculo, con su gruesa cinta negra, y se lo ajustó al ojo; después se miró al
espejo.
Los niños tienen sus tonteras, como tú sabes, y los grandes tienen las suyas. En estos
momentos el tío Andrés comenzó a hacer tonteras al estilo de los grandes. Ahora que la
Bruja no estaba con él en la misma habitación, se olvidó rápidamente del susto que lo había
hecho pasar y se puso a pensar más y más en su maravillosa belleza. Se repetía a cada instante: “Una mujer divina, sí señor, una mujer absolutamente divina. Una criatura
soberbia”. Se las había arreglado de algún modo para olvidar que fueron los niños quienes
habían encontrado esta “criatura soberbia”: se convenció de que había sido él quien, gracias
a sus artes mágicas, la había hecho venir de mundos ignotos.
“Andrés, hijo mío —dijo para sí mismo, mirándose al espejo—, eres un tipo
endiabladamente bien conservado para tu edad. Un hombre de aspecto distinguido, sí
señor”.
Y es que el viejo necio empezaba realmente a imaginarse que la Bruja se enamoraría
de él. Es probable que el par de tragos tuviera algo que ver en esto, y también el tener
puestas sus mejores galas. Pero, como sea, era vanidoso como un pavo real; por eso se
había dedicado a mago.
Abrió la puerta, fue al piso bajo, mandó a la criada a buscar un cabriolé (todo el mundo
tenía montones de sirvientes en aquellos días) y se asomó al salón. Allí, tal como lo esperaba,
encontró a la tía Letty. Estaba arrodillada parchando afanosamente un colchón extendido en
elsuelo junto a la ventana.
—¡Ah!, Leticia querida —dijo el tío Andrés—, tengo..., ah..., tengo que salir. Préstame
unas cinco libras, sé buena ñiña (“ñiña” era su manera de decir niña).
—No, querido Andrés —dijo tía Letty con su voz firme y serena, sin levantar la vista de
su trabajo—. Te he dicho incontables veces que no te prestaré dinero.
—Hazme elfavor de no ponerte difícil, mi querida ñiña —dijo el tío Andrés—. Es muy
importante. Me pondrás en una situación endemoniadamente violenta si no me lo prestas.
—Andrés —repuso tía Letty, mirándolo fijamente a la cara—, me asombra que no te
dé vergüenza pedirme dinero a mí.
Había toda una larga y aburrida historia típica de adultos detrás de esas palabras.
Basta que sepas que el tío Andrés, entre “administrarle los asuntos financieros a la querida
Letty”, y no trabajar jamás en ninguna cosa, y acumular abultadas cuentas en coñac y
cigarros (que tía Letty pagaba una y otra vez), la había dejado muchísimo más pobre de lo
que era treinta años atrás.
—Mi querida ñiña —dijo el tío Andrés—, no comprendes. Voy a tener unos gastos
bastante inesperados hoy día. Tengo que hacer una pequeña atención. Vamos, no seas
pesada.
—¿Y a quién, te ruego que me digas, vas a atender tú, Andrés? —preguntó tía Letty.
—A...acaba de llegar una visita extremadamente distinguida.
—¡Distinguidas tonterías! —repuso tía Letty—. No ha sonado la campana desde hace
horas.En ese momento la puerta se abrió súbitamente de par en par. La tía Letty miró y, con
gran asombro, vio que una enorme mujer, espléndidamente ataviada, con sus brazos
desnudos y ojos llameantes, estaba de pie en el umbral. Era la Bruja.

El sobrino del mago Donde viven las historias. Descúbrelo ahora