VII LO QUE SUCEDIO EN LA PUERTA DE ENTRADA

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VII LO QUE SUCEDIO EN LA PUERTA DE ENTRADA

—Y bien, esclavo, ¿hasta cuándo voy a esperar mi carruaje? —tronó la Bruja.
Presa de terror, el tío Andrés se hizo a un lado, encogido y tembloroso. Ahora que
estaba verdaderamente en su presencia, todas las absurdas ideas que se le ocurrieron
mientras se miraba al espejo se esfumaron poco a poco. En cambio tía Letty se incorporó
inmediatamente y se paró en el centro del salón.
—¿Y quién es esta joven, Andrés, se podría saber? —dijo en tono muy frío.
—Distinguida extranjera..., ppp...persona muy importante —tartamudeó él.
—¡Estupideces! —exclamó tía Letty, y volviéndose hacia la Bruja, agregó—: sal de mi
casa en este mismo momento, picara sinvergüenza, o haré llamar a la policía.
Creía que la Bruja venía de algún circo y no aprobaba sus brazos desnudos.
—¿Quién es esa mujer? —dijo Jadis—. Arrodíllate, sierva, antes de que te haga volar
en mil pedazos.
—Nada de palabras groseras en esta casa, si me hace el favor, joven —dijo tía Letty.
Al instante, según le pareció al tío Andrés, la Reina se irguió y creció a una estatura
mucho más alta. Sus ojos despedían llamas; extendió súbitamente un brazo con el mismo
gesto y las mismas palabras que sonaban tan horribles con las que había convertido en
polvo las puertas del palacio de Charn. Pero lo único que sucedió fue que tía Letty, pensando
que aquellas palabras horribles pretendían ser dichas en inglés, dijo:
—Ya me lo figuraba. La mujer está borracha. ¡Borracha ! No puede ni hablar con
claridad.
Debe haber sido un momento terrible para la Bruja cuando comprendió de súbito que
su poder para volver polvo a la gente, que había sido muy real en su propio mundo, no
funcionaba en el nuestro. Pero no perdió su sangre fría ni por un segundo. Sin perder el
tiempo en lamentar su desilusión, se abalanzó contra la tía Letty, la cogió por el cuello y por
las rodillas, la levantó por encima de su cabeza como si pesara menos que una muñeca, y la
arrojó al otro lado de la habitación. Cuando aún la tía Letty volaba por los aires, la criada
(que estaba disfrutando de una mañana fascinantemente emocionante) asomó la cabeza
por la puerta y dijo:
—Permiso, señor, ya llegó el “cabriolé”.
—Guíame, esclavo —dijo la Bruja, dirigiéndose al tío Andrés.
El empezó a murmurar algo sobre “una violencia lamentable..., debo realmente
protestar”, pero a una simple mirada de Jadis se quedó mudo. Ella lo obligó a salir de la
habitación y de la casa; y Dígory alcanzó a bajar las escalas corriendo justo a tiempo para ver
que la puerta de entrada se cerraba tras ellos.
—¡Caracoles! —exclamó—. Anda suelta por todo Londres. Y con el tío Andrés.
Quisiera saber qué ira a pasar ahora.
—¡Ay!, don Dígory —dijo la criada (para quien éste era un día verdaderamente
maravilloso) —, creo que la señorita Ketterley se ha lastimado.
Ambos corrieron al salón para saber qué había pasado.
Si la tía Letty hubiera caído en las tablas o incluso sobre la alfombra, supongo que se
habría quebrado todos los huesos, pero, con una suerte inmensa, cayó sobre el colchón. La tía Letty era una anciana muy tenaz; así eran generalmente las tías en aquellos días.
Después de tomar un poco de sales y quedarse sentada breves minutos, dijo que no le había
pasado nada, fuera de algunos moretones. Muy pronto asumió el mando de la situación.
—Sara —dijo a la criada (que nunca antes lo había pasado tan bien)—, ve de inmediato
a la policía y diles que hay una lunática peligrosa que anda suelta. Yo misma le llevaré su
almuerzo a la señora Kirke.
La señora Kirke era, por supuesto, la madre de Dígory.
Cuando se le hubo servido el almuerzo a su madre, Dígory y tía Letty almorzaron
también. Después de lo cual él se sumió en profunda meditación.
El problema era cómo devolver a la Bruja a su propio mundo, o como fuera sacarla del
nuestro lo antes posible. Suceda lo que suceda, no debe permitírsele andar como loca
desbocada por la casa. Su mamá no debe verla. Y, si fuera posible, tampoco debe permitírsele a la Bruja andar como loca desbocada por todo Londres. Dígory no estaba en el
salón cuando ella trató de “pulverizar” a tía Letty, pero la había visto cuando “pulverizó” las puertas en Charn, de manera que conocía sus terribles poderes y no sabía que hubiera
perdido alguno de ellos al entrar en nuestro mundo. Y sabía que ella pretendía conquistarlo.
En estos momentos, a su modo de entender, debía estar haciendo añicos el Palacio de
Buckingham o el Parlamento; y era casi seguro que un buen número de policías debían
haber sido reducidos a un montón de polvo. Y aparentemente no había nada que él pudiera
hacer al respecto.
“Pero parece que los Anillos actúan como imán —pensó Dígory—. Si solamente
lograra tocarla y luego ponerme el amarillo, llegaríamos los dos al Bosque entre los Mundos.
¿Se irá a desmayar allá otra vez? ¿Será algo que le produce ese lugar, o será solamente la
conmoción de ser arrancada de su propio mundo? Pero creo que tendré que correr ese
riesgo. ¿Y cómo voy a encontrar a esa fiera? No creo que la tía Letty me deje salir, a menos
que le diga dónde voy. Y no me quedan más que algunas monedas. Necesitaría cualquier
cantidad de dinero para buses y tranvías si me pongo a buscarla por todo Londres. De todas
maneras, no tengo ni la más remota idea de dónde buscarla. Me pregunto si el tío Andrés
estará aún con ella.”
Al final consideró que la única cosa que podía hacer era esperar con la ilusión de que el
tío Andrés y la Bruja regresarían. Si lo hacían, tendría que correr a sujetar a la Bruja y
ponerse su Anillo amarillo antes de que ella tuviera la oportunidad de entrar a la casa. Lo
que significaba que tendría que vigilar la puerta de entrada como un gato que monta
guardia ante la cueva de un ratón; no se atrevería a abandonar su puesto ni por un segundo.
Fue, por lo tanto, al comedor y “pegó su cara”, como dicen, a la ventana. Era un
bow-window*
desde el cual veías los
peldaños hasta la puerta de entrada y podías también ver la calle de arriba abajo, de modo
que nadie llegaba a la puerta sin que tú lo supieras.
—¿Qué estará haciendo Polly? —se preguntaba Dígory.
Pensó mucho sobre esto mientras la primera media hora avanzaba con su lento tictac.
Pero tú no necesitas preguntártelo, pues yo te lo voy a decir. Había llegado a casa atrasada
para el almuerzo con sus zapatos y calcetines sumamente mojados. Y cuando le
preguntaron dónde había estado y qué era lo que había estado haciendo, dijo que había
salido con Dígory Kirke. Ante más preguntas, dijo que se había mojado los pies en una poza
de agua y que esa poza estaba en un bosque. Al preguntársele dónde estaba el bosque, dijo
que no lo sabía. Al preguntársele si estaba en uno de los parques, dijo con bastante
veracidad que suponía que debía ser en una especie de parque. Con todo esto, la madre de
Polly se formó la idea de que Polly había salido sin decir nada a nadie y había ido a alguna
parte de Londres que no conocía, y que había estado en algún parque desconocido y que se
había divertido saltando en los charcos. En consecuencia, se le dijo que se había portado
realmente muy mal y que no se le permitiría volver a jugar con “ese niño Kirke” nunca más si
algo semejante ocurría nuevamente. Luego le dieron su almuerzo, pero sin postre ni ninguna
cosa rica, y la mandaron a la cama por dos horas enteras. Esto era algo que le pasaba a uno
muy a menudo en aquellos tiempos.
De modo que mientras Dígory miraba por la ventana del comedor, Polly estaba
acostada en cama, y ambos pensaban cuan terriblemente lento podía pasar el tiempo. Yo,
por mi parte, hubiera preferido estar en el lugar de Polly. Ella sólo tenía que esperar que
terminaran sus dos horas; en cambio Dígory a cada minuto podía escuchar un coche o la
camioneta de la panadería o el muchacho de la carnicería doblando la esquina y pensar:
“Aquí viene”, y luego encontrarse con que no era ella. Y en medio de esas falsas alarmas, por
lo que parecían ser horas y horas, el reloj seguía dando su tictac y una enorme mosca, allá en
lo alto y fuera de su alcance, zumbaba golpeándose contra la ventana. Esta era una de esas
casas que se vuelven muy silenciosas y aburridas en las tardes y que siempre huelen a
cordero.
Durante su larga vigilancia y espera sucedió una sola pequeña cosa que mencionaré,porque originó algo importante después. Vino una señora trayendo uvas para la mamá de
Dígory; y como la puerta del comedor estaba abierta, Dígory no pudo evitar escuchar lo que
la tía Letty y la señora conversaban en el vestíbulo.
—¡Qué uvas tan lindas! —se escuchó la voz de la tía Letty—. Estoy segura de que si hay
algo que pudiera hacerle bien serían estas uvas. Pero ¡mi pobrecita querida Mabel! Me
temo que se necesitaría fruta de la Tierra de la Juventud para ayudarla ahora. Nada de este
mundo le serviría.
Luego ambas bajaron la voz y siguieron hablando sin que él pudiera oírlas.
Si hubiese oído ese pedacito de conversación sobre la Tierra de la Juventud unos pocos
días atrás, habría pensado que la tía Letty hablaba sin querer decir algo en especial, como
siempre hacen los mayores, y no le habría prestado atención. Prácticamente pensó lo
mismo en esta ocasión. Pero de repente se le ocurrió la idea de que ahora él sabía (incluso si
la tía Letty no) que era cierto que había otros mundos y que él mismo había estado en uno
de ellos. Pensándolo así, tendría que haber una verdadera Tierra de la Juventud en alguna
parte. Tendría que haber cualquier cosa. ¡Tendría que haber una fruta en algún otro mundo
que pudiera de verdad sanar a su madre! Y ¡oh, oh...! Bueno, tú sabes lo que se siente
cuando empiezas a esperar que suceda algo que deseas con todo tu corazón; casi luchas
contra la esperanza, porque es demasiado buena para ser verdad; has tenido antes tantas
desilusiones. Así se sentía Dígory. Pero no servía de nada tratar de acallar esta esperanza.
Podría... verdaderamente, verdaderamente, podría ser realidad. Ya habían pasado tantas
cosas extrañas. Y él tenía los Anillos mágicos. Debía haber mundos a los que pudieras llegar
por cualquiera de las pozas del bosque. Podría recorrerlos todos. Y de pronto... mamá sana
otra vez. Todo bien otra vez. Se olvidó completamente de vigilar a la Bruja. Su mano ya iba
hacia el bolsillo donde guardaba el Anillo amarillo, cuando repentinamente escuchó el ruido
de un galope.
“¡Hola! ¿Qué fue eso? —pensó Dígory—. ¿El carro de los bomberos? ¿Cuál casa se
estará incendiando? Dios mío, viene hacia acá. Pero ¡si es Ella!”
No necesito decirte a quien se refería por Ella.
Primero llegó el cabriolé. No había nadie en el asiento del conductor. Arriba del
techo..., no sentada, sino de pie sobre el techo, balanceándose con perfecto equilibrio, en
tanto que el coche doblaba la esquina a toda velocidad con una rueda en el aire, iba Jadis, la
Reina de las Reinas y el Terror de Charn. Mostrando los dientes, con sus ojos resplandecientes
como el fuego, y con su larga cabellera ondeando tras ella como la cola de un cometa.
Azotaba al caballo sin piedad. Las aletas de las narices del caballo estaban muy abiertas y rojas
y sus ijares salpicados de espuma. Galopaba locamente hacia la puerta de entrada,
esquivando por milímetros el farol, y luego se paró, encabritado, en las dos patas traseras. El
coche chocó contra el farol y se hizo pedazos. La Bruja, dando un magnífico brinco, había
saltado justo a tiempo y aterrizado sobre el lomo del caballo. Se afirmó a horcajadas y se
inclinó hacia adelante, susurrando cosas en su oído. Deben haber sido cosas expresamente
destinadas no a aquietarlo, sino a enloquecerlo. Al momento se alzó nuevamente en sus
patas traseras y sus relinchos parecían chillidos; era una masa de cascos y dientes y ojos y
sacudidas de crines. Sólo un consumado jinete se hubiera mantenido en su lomo.
Antes de que Dígory recobrara el aliento, sucedió una cantidad de cosas más. Un
segundo coche llegó a toda prisa justo detrás del primero: de él saltó un hombre gordo de
levita y un policía. Luego, un tercer coche con dos policías más. Detrás llegaron cerca de veinte personas (en su mayoría recaderos) en bicicleta, todos tocando sus campanillas y
lanzando aclamaciones y rechiflas. Al último venía una multitud de gente a pie, todos muy
acalorados por la carrera, pero que obviamente se divertían a más no poder. Se abrieron
violentamente las ventanas de todas las casas en esa calle y una criada o un carnicero
apareció en cada puerta de entrada. Querían ver el espectáculo.
Entretanto, un anciano caballero había comenzado a luchar por salir con paso
vacilante de las ruinas del cabriolé. Varias personas se precipitaron a ayudarlo, pero como
uno lo tiraba para un lado y otro para otro lado, tal vez habría salido mucho más
rápidamente por sí solo. Dígory supuso que el anciano debía ser su tío Andrés, pero no podía
verle la cara; tenía su sombrero de copa encasquetado hasta el cuello.
Dígory salió disparado y se unió a la muchedumbre.
—Esa es la mujer, esa es la mujer —gritaba el gordo, señalando a Jadis—. Cumpla con
su deber, guardia. Lo que ella ha sacado de mi tienda vale cientos y miles de libras. Mire ese
collar de perlas en su cuello. Es mío. Y me ha puesto un ojo en tinta además, más encima.
—¡Mira cómo tiene al patrón! —dijo uno entre la multitud—. Y su buen ojo en tinta que
da gusto ver. ¡Dios! ¡Y buendar con la fuerza que tiene!
—Tiene que ponerse un buen bistec crudo ahí, patrón, eso es lo que le hace falta
—dijo el muchacho de la carnicería.
— ¡Eh! —exclamó el más importante de los policías—, ¿qué diablos está pasando
aquí?
—Le digo que ella... —principió a decir el gordo, cuando alguien gritó:
—No dejen que ese tipo viejo que está en el coche se escape. El fue el que la metió en
esto.
El anciano caballero, que era por supuesto el tío Andrés, acababa de lograr ponerse
de pie y se frotaba los magullones.
—Ya pues —dijo el policía, volviéndose hacia él—, ¿qué significa todo esto?
—Tomfle... pomfi... chompf —se oyó la voz del tío Andrés desde el interior del
sombrero.
—No me venga con eso ahora —dijo el policía en tono severo—. Ya verá que no es
asunto para reírse. Y ¡sáquese ese sombrero!, ¿ah?
Era más fácil decirlo que hacerlo. Pero después de que el tío Andrés batalló en vano
con el sombrero un buen rato, otros dos policías lo tomaron por el ala y lo sacaron a la
fuerza.
—Gracias, gracias —dijo el tío Andrés, con voz débil—. Gracias. Estoy terriblemente
perturbado. Si alguien pudiera darme una copita de coñac...
—Ahora présteme atención, por favor —dijo el policía, sacando una enorme libreta y
un lapicito chico —. ¿Está usted a cargo de esa joven que está allá?
—¡Cuidado! —gritaron numerosas voces, y el policía saltó dando un paso atrás justo a
tiempo. El caballo trató de patearlo, y probablemente lo hubiera matado. Después la Bruja
hizo dar vuelta al caballo para enfrentar a la muchedumbre, y sus patas traseras quedaron
sobre la acera. Ella tenía un cuchillo largo y brillante en su mano y había estado atareada
cortando las ligaduras que ataban al caballo a los restos del coche.
En esos momentos Dígory hacía lo posible por situarse en un lugar donde pudiera
tocar a la Bruja. No era nada de fácil, porque en el lado más cercano a él había demasiada gente. Y para atravesar al otro lado debía pasar entre los cascos del caballo y las verjas del
“patio”*
que rodeaba la casa, porque la casa de los
Ketterley tenía sótano. Si entiendes algo de caballos, y especialmente si hubieras visto en
qué estado se hallaba aquel animal en esos momentos, comprenderás que esto era algo
sumamente arriesgado. Dígory sabía muchísimo de caballos, pero apretó los dientes y se
preparó a precipitarse hacia allá en cuanto viera una ocasión favorable.
Un hombre de cara roja, con sombrero hongo, se abría camino a codazos hasta quedar
al frente de la muchedumbre.
—¡Eh! Policía —dijo —, es en mi caballo donde ella está sentada, igual que es mío el
coche que ella ha hecho añicos.
—Uno a la vez, por favor, uno a la vez —dijo el policía.
—Pero es que no habrá otra vez —protestó el Cochero—. Conozco ese caballo harto
más que ustedes. No es un caballo cualquiera. Su padre era el corcel de un oficial de
caballería, eso es lo que era. Y si la joven sigue fregándolo, aquí va a haber un asesinato.
¡Ea!, déjenme acercarme a él.
El policía estaba feliz de tener una buena razón para alejarse del caballo. El Cochero
avanzó un paso, miró a Jadis, y dijo con voz casi amable.
—Oiga, “misia”, déjeme acercarme a la cabeza del caballo y entonces usted se baja.
Usted es una señora y no querrá que todos estos matones la vengan a atacar, ¿no es cierto?
Querrá irse a su casa y tomarse su buena taza de té y acostarse tranquila, y entonces se
sentirá muchazo mejor.
Al mismo tiempo iba extendiendo su mano hacia la cabeza del caballo, diciendo:
“Tranquilo, Fresón, mi viejo. Tranquilo”.
Entonces, por primera vez, la Bruja habló:
—¡Perro! —se escuchó su voz fría y clara, resonando fuerte por encima de todos los
demás ruidos—. Perro, retira tu mano de nuestro real corcel. Somos la Emperatriz Jadis.

El sobrino del mago Donde viven las historias. Descúbrelo ahora