Prólogo.

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Inglaterra, Londres 1814.

Era una noche fría de Septiembre, algo demasiado común en Londres, donde el cielo adoraba deleitar a su gente con sus fuertes tormentas que a veces hacían pensar que estaban allí para burlarse de las desgracias que estaban viviendo.

En el interior del palacio real, el hombre de cabellera rubia y espalda ancha observó nuevamente su reloj de bolsillo, consciente de que no debería seguir allí porque debía llegar a su hogar pronto. Cautamente regresó la vista hacia las dos autoridades que no podía abandonar justo ahora y que aguardaban silenciosamente en sus sillones de piel por una nueva noticia.

Las manecillas del reloj los torturaba en cada segundo que pasaba; o bueno, en realidad sólo impacientaba a su buen amigo el duque de Clarence, hermano menor del rey; el rey estaba demasiado tranquilo como para que alguien se atreviera a sopesar que algo lo tenía preocupado.

Clarence sufría, su rostro contraído y la desesperación que destellaban sus ojos anunciaban su dolor, y en el fondo lo comprendía. Encontrar el amor en una persona era difícil, por lo que perderlo seguramente era desgarrador. De lo único que estaba seguro en este momento, era que no quería encontrarse en su lugar.

El silencio fue roto por el llanto de un bebé, el cual hizo que todos los hombres de la estancia enderezaran la espalda y, como toda norma de protocolo, el primero en abandonar la sala de espera fue el rey seguido de su hermano menor y él.

El estima que el rey y Clarence le tenían era hasta cierto punto alarmante, era verdad que había servido a la corona más de la mitad de su vida, pero de todas formas sentía que estar allí era algo demasiado íntimo.

Era una lástima que nadie pudiera decirle que no a su majestad.

Dos de las doncellas salieron de la habitación que estaba al final del pasillo con un bulto en brazos, era el recién nacido. Los criados miraron a su rey y se inclinaron ante él, esperando que el doctor y la curandera salieran de la alcoba donde se encontraba Grace Hill, la mujer que se había robado el corazón del duque de Clarence.

—Deseo conocer su situación —espetó el rey con serenidad, cumpliendo los deseos de su hermano.

—El estado de la señorita es muy complicado. —Simuló que la alfombra del piso era mucho más interesante que la conversación que se estaba llevando a cabo frente a él—. Dudo que pase la noche, y si lo hace, morirá el día de mañana, su majestad.

—No puede ser —susurró Clarence con un hilo de voz—. ¿Y el niño?

El doctor carraspeó y miró a la curandera de reojo.

—Es una niña, su excelencia —soltó cautamente, preocupado por el asombro del duque—. No parece tener problemas de salud, pero dado que fue un parto complicado no puedo garantizarle nada.

—Muy bien —dijo Jorge IV por su hermano y se quitó los guantes con parsimonia—. Enviaremos a la niña a un orfanato.

—¿Qué? No, claro que no —declaró Clarence, ofuscado. Su hermano lo miró con severidad y el pánico lo invadió, por lo que rápidamente recurrió a su amigo—. El conde la adoptará. No permitiré que el destino de mi hija sea seguir los pasos de su madre. Si envío a esa niña a un orfanato, en quince años estará en un burdel. Te lo suplico, hermano, ayúdame a encontrar un hogar para la niña.

Antes de que el conde pudiera procesar las palabras de su amigo, el rey se volvió hacia él y lo miró pensativo, como si estuviera analizando cada una de las palabras de su hermano. Por la sonrisa que se dibujó en sus labios, pudo dar por sentado que a él le fascinaba la idea.

—Tengo entendido que la condesa dará a luz en unos días. —Asintió, dentro de poco su esposa daría a luz a su primer hijo y...—. Y el doctor aseguró que sería un parto delicado tanto para la criatura como para tu mujer.

Era algo que no le gustaba comentar con los demás, aquel hecho lo tenía tan asustado como ansioso. Si bien llevaba años anhelando un hijo, o hija, lo menos que quería era perder a su esposa para conseguirlo.

—Llevas años trabajando para nosotros, ¿verdad?

—La mitad de mi vida, su majestad.

—Y yo, por un acto de fidelidad, podría liberarte de tus deberes con la corona y permitirte vivir la vida que siempre quisiste con tu amada esposa en el campo.

La sangre se le congeló y respirar se convirtió en una tarea difícil. Llevaba anhelando su destitución desde que conoció al amor de su vida y nada le daría más gusto que dejar de ser un espía de la corona.

—Llévate a la niña, reconócela como tuya, quiérela como tal y yo me encargaré de que tu vida sea más sencilla de ahora en adelante. Podré ayudarte con todo, menos económicamente, por lo que te permito elegir: le das el gusto a tu esposa de tener aunque sea una hija bajo su cuidado o dejas a tu mujer y a esta niña carentes del amor que cada una puede profesarle a la otra.

No necesitó pensar en su respuesta; y no sólo porque quisiera su libertad, sino porque jamás abandonaría a una niña inofensiva a su suerte, además, su mujer la amaría como propia pasase lo que pasase con el niño que venía en camino.

No obstante, lo que el conde de Worcester nunca imaginó fue que al llegar a su casa en Sussex, sería recibido con la noticia de que era padre de una hermosa niña y que su esposa había superado la etapa más difícil.

Rachel Answorth y Ashley Answorth nacieron la noche del cuatro de septiembre y cualquiera que las conociera en un futuro, sabría que eran las hijas mellizas de los condes de Worcester.  


ACLARAR QUE EL PRÓLOGO ESTÁ NARRADO 19 AÑOS ATRÁS DE LA HISTORIA DE RACHEL Y LIAM. 

ESPERO LOS DISFRUTEN!!

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Amigos del placer 03 *Libertinos Enamorados*Donde viven las historias. Descúbrelo ahora