Capítulo 2 COSER Y CANTAR (Frankie Stein)

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Por fin salió el sol. Los petirrojos y las golondrinas entonaban sus respectivas listas de éxitos matinales. Tras la ventana de cristal esmerilado del dormitorio de Frankie, los niños en bicicleta empezaban a tocar el timbre y a dar vueltas alrededor del callejón sin salida de Radcliffe Way. El vecindario había despertado. Ahora, Frankie podía poner a Lady Gaga a todo volumen. 

 I can see myself in the movies, with my picture in city lights...

Más que nada, Frankie deseaba sacudir la cabeza al ritmo deThe Fame. No, un momento. No exactamente. Lo que de veras quería era pegar saltos sobre su cama de metal, lanzar de una patada sus mantas electromagnéticas al suelo de cemento pulido, balancear los hombros, agitar los brazos, contonear el trasero y sacudir la cabeza al ritmo de The Fame. Pero alterar el fluido de electricidad antes de que la recarga se hubiera completado podía derivar en pérdida de memoria, desvanecimientos o, incluso, un coma. La parte positiva, sin embargo, consistía en que nunca tenía que enchufar su iPod táctil. Siempre que estuviera cerca del cuerpo de Frankie, la batería del dispositivo se mantendría a rebosar.

 Disfrutando de su transfusión matinal, permanecía acostada boca arriba con un revoltijo de cables negros y rojos conectados a sus tornillos. Mientras las últimas corrientes eléctricas rebotaban a través de su cuerpo, Frankie hojeaba el número más reciente de la revista Seventeen. Con cuidado de no estropear su esmalte de uñas azul marino, todavía húmedo, examinaba los cuellos suaves y de colores extraños de las modelos en busca de tornillos de metal, preguntándose cómo se las arreglaban para <<recargarse>> sin ellos.

 En cuanto Carmen Electra (así llamaba Frankie a la máquina de recarga, ya que el nombre técnico resultaba difícil de pronunciar) se detuvo, Frankie notó el agradable hormigueo de sus tornillos del cuello -del tamaño de un dedal- a medida que se enfriaban. Pletórica de energía, pegó su respingada nariz a la revista y durante un buen rato olfateó el aroma de la muestra de perfume Miss Dior Cherie que venía en el interior.

 -¿Te gusta? -preguntó, agitándola ante los hocicos de las fashionratas. Cinco ratas blancas se mantenían erguidas sobre sus rosadas extremidades traseras y arañaban la pared de cristal de su jaula. La capa de purpurina multicolor (no tóxica) que les cubría el lomo se les iba desprendiendo como la nieve de un toldo.

 Frankie volvió a aspirar el perfume.

 -A mi también -agitó el papel doblado a través del fresco ambiente con olor a formol y se levantó para encender las velas con esencia de vainilla. El avinagrado hedor de la solución química se le infiltraba en el cabello y ocultaba el toque floral de su acondicionador Pantene.

 -¿Es vainilla eso que huelo? -preguntó su padre, llamando con suavidad en la puerta cerrada.

 Frankie apagó la música.

 -¡Sííí! -repuso ella con entusiasmo, ignorando el tono de fingido enfado de su padre, tono que llevaba utilizando desde que Frankie empezara a transformar el laboratorio paterno en un enclave glamoroso. Frankie escuchó ese mismo tono cuando decidió dar a las ratas un toque fashion a base de purpurina, cuando empezó a almacenar sus brillos de labios y accesorios para el pelo en los vasos de precipitado de su padre, y cuando pegó la cara de Justin Bieber al esqueleto (el póster en el que salía sentado en el monopatín era <<electrizante>> ). Pero sabía que a su padre, en el fondo, no le importaba. Ahora, el laboratorio también era el dormitorio de su hija. Además, si realmente le molestara, no la llamaría...

 -¿Cómo está la niñita perfecta de papá? -Viktor Stein volvió a golpear en la puerta con los nudillos y, acto seguido, la abrió. No obstante, la madre de Frankie fue la primera en entrar.

Monster High - Lisi HarrisonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora