Frío zurrusco

172 16 24
                                    

14 de enero, 2017

Llovía a cántaros a fuera, como las nubes de aquella mañana habían presagiado. El frío zurrusco, que se filtraba por dos peculiares orificios que desprendían grandes grietas que se bifurcaban en su ventana, le calaban los huesos provocándole ligeros espasmos. Mientras se hallaba desplomado en el mueble de su oficina, su alma parecía vagar de un lugar a otro; le era imposible mantenerse en un solo lugar y en un solo pensamiento. Todo estaba en una absoluta paz, pero para John Winchestr esto no era más que un insufrible suplicio. Sonreía con demencia al pasar de lo que sugirieron ser horas. Daba vueltas en círculo de aquí para allá, sin tener el menor atrevimiento a salir de su propia oficina —la cual quedaba en una habitación de su casa— por razones que el mismo no podía explicarse.
Estaba algo agitado, desorientado, frío y con amagos llenos de sesiones de locura; a tales magnitudes que a veces creía observarse, desde donde estaba, desplomado en su sofá, pero no iba más allá de eso: una simple y débil creencia. La cual se desintegró al instante cuando aquello sin sentido fue descartado.

Siguió rondando por aquella monótona habitación que se hacía llamar oficina, mientras observaba los cuadros y retratos fotográficos que se ubicaban en un orden arbitrario en la habitación como si fuese la primera vez que los observara. Sus miradas oscilaban entre la profunda tristeza y el desdén inhumano, puesto a que la mayoría de las fotografías se trataban de su ya fallecida madre, Dona Gibson, una mujer cuya muerte fue como el brebaje de un bar de cuarta.
Un ardor ferviente se adueñó de su garganta cuando comenzó a sentirse sofocado e intentó abrir otra ventana más próxima y más pequeña (específicamente cuando hizo el insignificante intento de asomar la cabeza por allí), obligándole a retroceder con amagos de histeria, cerrando la ventana de un golpe, sujetando el cuello con sus manos como si amenazara con salirse de su lugar.
Respiraba forzosamente; inhalar aire en aquel instante era el trabajo más duro de la época. Cuando su respiración se normalizó, tomó asiento paulatinamente sobre su destartalado escritorio.

No pasaron ni diez minutos cuando las sirenas policíacas inundaron el barrio. Un enorme pánico se adueño de su cuerpo y salió huyendo de su oficina como alma que lleva al diablo, solo para correr desesperado y sin rumbo por toda su casa en busca de un escondite decente.
Las luces azules y rojas vacilantes se colaban por las ventanas, y la irritante sirena parecía incrementar en volumen. La lluvia hacía un excesivo esfuerzo por ahogar el ruido policial pero era en vano; y John ya se estaba descontrolando. Aún no entendía porqué.
Fue entonces que en medio de la desesperación escuchó una voz inusual.

—¡Pss! —siseó. Venía de la habitación—. Tú, oye...

—¿Quién es? —preguntó John (rozando la histeria) al aire— ¿Por qué estás en mi casa? ¡Largo! ¡largo!

—Por tu habitación —siseó débil la voz—, escondete ahí.

John vaciló, y barrió el lugar con la mirada tratando de advertir al allanador de moradas, dueño de la voz.

—¿Por qué? —preguntó John al fin.

—¿Por qué quieres esconderte? —rebotó la voz, sin señal de réplica o de futura conversación.

Sin poder creerse la decisión que había tomado, John hizo sus apuestas (las cuales subieron cuando observó a un par de oficiales armados apearse de sus patrullas) y sin darse más tiempo para titubear se arrojó así mismo hacia su alcoba, estrellándose contra la puerta antes de poder abrirla. Adentro, la cierra de un golpe y se abalanza contra una esquina del cuarto, en la cual cae de sentón y se acurruca escondiendo la cabeza entre sus rodillas mientras una lluvia de mala muerte se avecinaba en su rostro creando manantiales. Con el tiempo, la vista comenzó a nublársele y, junto con las sumadas sirenas de ambulancia como arrullo, cayó prontamente en la inconsciencia.


Dos noches pasaron, como si realmente todo fuera normal y no en un desvío total de lo que alguna vez fue su realidad. Debía admitir que no llevaba más de 15 minutos desde que despertó de su "siesta" en la esquina. Aún así, todo era relativamente normal.

—Creo que mañana va a ser un día soleado —dice un hombre quien leía el periódico a los alrededores de la sala, era mayor y ya se le observaban las raíces plateadas en su cabello. Se le veía muy concentrado en su lectura y cada tanto ajuste en sus anteojos lo confirmaban.

—Lo siento ¿Me repites tu nombre? —pidió John entre arranques pacíficos de confusión. Su cuerpo aún sudaba desde que le había visto en su habitación.

—Alarick; ya habíamos hablado de esto —replicó el hombre.

—Bien, Alarick, ¿Cómo puedes decir que mañana habrá sol, si aún la luna se alza? —preguntó John con notable interés.

—Hum, corazonada. —volvió a su lectura.

El silencio entre ellos se profundizó por lo que fue un minuto.

—¿Qué hay de especial con eso? —preguntó John tratando de revivir la conversación; lástima que ya se había dado por muerta.

John, quien no se inmutó lo suficiente como para quererle replicar, se resigno a salir de la sala e ir a la cocina, pasando por los pasillos.

Entonces es cuando una figura emerge de una pared del pasillo. Los ojos de John se abrieron como platos.

—Hola, Sr. Winchese —saludó la figura emergedora, la cual no era más que un niño. John se permitió respirar y dejar de tiritar. Tendría que acostumbrarse.

—Hey, Campeón ¿David, no es así? —saludó John, a lo que el niño asintió—. ¿Qué te he dicho sobre atravesar las paredes? ¡Me vendrá dando un ataque cardíaco!

El pequeño David soltó una risotada—: No le pueden dar ataques cardíacos, Sr. Winchese.

El niño, sin dejar más espacio a las palabras, arroja la pelota de béisbol (con la que aparentemente había estado jugando) a la pared del frente en donde desaparece, y luego, el niño también lo hace de la misma manera. John permaneció desconcertado.

—¡Oye! ¡Te dije que dejes mis paredes! ¡¡El tapizado me salió caro!! —reprendió John a la pared por donde el chico había desaparecido—. Y es Winchestr, no "Winchese".

Cuando por fin entendió que la pared no iba a hablarle, se encaminó nuevamente a la cocina en donde, de allí, se dirigió a la cafetera e hizo que la potente máquina hiciera su trabajo.

Un poco de cafeína no le haría daño a un loco.

Psicofonía: Habitaciones VacíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora