Alaya.

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Las noches se desvanecieron en segundos, los días en minutos y los meses en horas. 5 meses, si nos ponemos a especificar.
Junio llegó tan rápido que le sorprendía, el tiempo no parecía querer sincronizarse con John quien no tenía idea de muchas cosas últimamente, siendo la más insignificante: los días; los meses se volvieron sus días. El tiempo se quemaba y la ceniza resbalaba entre sus dedos, así no mas.

John estaba sirviéndose una taza de café humeante, como hacía todas las tardes lluviosas. Preparaba otro en una taza más longeva igual de caliente y las cargaba en cada mano, avanzaba paulatinamente y de forma taciturna fuera de la cocina, se encontró el periódico tirado en medio del suelo del pasillo.

-¿Alguno de ustedes podría recoger el periódico?

Tal parece no recibe respuestas positivas así que se las arregla como siempre para recogerlo y lo sostiene en el hueco de su axila, ahorrándose los insultos para otra ocasión, mientras volvía a caminar con cuidado de no derramar el café.
Toma dirección a las afueras del pasillo hacia su mesa de madera, donde escasa luz se filtraba por la ventana en donde la mesa estaba sujeta. Coloca una taza a cada lado de la mesa en forma paralela, y el periódico de fechas expiradas en el centro de la susodicha. Tomó un taburete y eligió su lado habitual en la mesa, inclinándose hacia su taza de café ardiente.

La casa estaba tan callada, tan tranquila..., todo estaba en penumbras excepto por la poca luz solar que lograba escapar de su colador nebuloso y para luego filtrarse en la ventana que tenía al lado. No se percibían movimientos ni vida en la casa, pero para John Winchestr las cosas eran diferentes: había más vida y movimiento en su casa de los que pudo haber creído y contado.
Se centró nuevamente en el café y en inspirar su fervor por sus fosas nasales, absorber el humo caliente por sus poros. Le hacía sentir calor, algo que por sí solo no solía obtener estos últimos meses. Desvió la mirada al café que tenía adelante, observando como el gélido lugar lo enfriaba de a poco. Sin evitar sentirse deprimido se dedica mejor a observar a través de la ventana. Pasó minutos así, inmutable, tratando en reflexionar algo; siempre lo hacía.

-La lluvia me calma -musitó una voz fémina-. Cuando llueve dejo de llorar ¿Sabes? Yo siempre ando por ahí llorando...

John le dedica una mirada a la chica que ahora estaba sentada frente a él. Distinguía cada mechón lacio de su castaño y corto cabello y la mirada triste que andaba siempre rondando en su rostro. Él nunca entendía porque una mujer tan joven y hermosa podía hallarse tan deprimida. Y tenía razón: siempre lloraba. Su llanto quedó tatuado en las paredes de su casa y a veces la solía escuchar aunque ella no estuviese.

-Alaya -pronunció simplemente por capricho. Adoraba su nombre.

-Gracias por el café -agredeció Alaya intentando sonreír.

-No fue nada. Gracias a ti por venir -dijo John, sonriendo amable-; nunca sé a donde vas, pero sé que siempre vuelves en los días lluviosos gustosa de un poco de mi café.

Alaya volvió a sonreír ligeramente, pero luego se transformó en una mueca.

-¿Aún no lo sabes, verdad? -inquirió Alaya.

-¿Saber qué? -preguntó.

Alaya bajó la mirada y se acercó al café, permitiendo a que el calor se adentrara en sus pulmones. La sensación fue gratificante y no sólo para ella. John adoraba verla hacer eso, incluso creía ver que su rostro, cubierto por mechones castaños que caían como cascada al inclinarse, enrojecía como en un agradable y tierno sonrojo.

-Mañana será un día soleado -musitó la joven.

John no pudo pasar eso por alto, como siempre.

-¿Qué hay de malo con el sol? -indaga John.

-No debes acercarte a él -afirma Alaya-, asegúrate de mantener todo cerrado. El sol no debe tocarte -advirtió.

-¿Por qué no? Todos ustedes, invasores, se meten y rondan por mi casa sin permiso alguno y me dicen que hacer. Necesito preguntar el porqué y su razón. -trató de decir con calma, pero se percibía cierto retintín en su voz.

-¿"Invasores"? Siempre hemos estado aquí, además, te recuerdo que tu fuiste quien me llamó -recalcó Alaya, con amagos de rigor.

-No es mi culpa que a la llorona le guste el café -refunfuñó para sí mismo.

-¿"Llorona"? -pronunció Alaya, dolida. John se encontró de bruces con su error-, guao, qué agradecido eres ¡después de todo lo que hemos hecho por ti!

-Alaya, lo siento -dice John entre trompicones-, de veras. No quise ofender... Aguarda ¿Dijiste: todo lo que han hecho por mí?

-Tú no tienes idea -sentenció Alaya.

-Ala... -trató de recompensar lo que dijo, pero ya era tarde: Alaya se había desvanecido frente a sus ojos.

De la frustración e impotencia, cruza sus brazos sobre la mesa y esconde su cabeza allí. Tratando de huirle a las voces que se reían de él, pero era inútil. Sin embargo, no necesitaba que le recordaran lo horrible que se había comportado.

-¡Callense! -gritó John ya harto- ¡Sobre todo tú, Rick! Sí, la cagué ¡No es su problema! Y sí, Alaya me gusta y ahora me odia no más de lo que yo los odio. Ahora ¿Alguien más me viene a declarar lo obvio?

Así, contra todo pronóstico, las voces amorfas y corpóreas decidieron acallar el bullicio por un instante incómodo.

Psicofonía: Habitaciones VacíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora