Funeral (El final)

3.7K 200 46
                                    

Seis horas han pasado desde que la última persona abandonó mi casa y yo sigo tendida en la cama mirando la misma mancha café de aquella vez que Diego lanzó un panqueque al techo. Ese maldito panqueque estuvo pegado por tres días hasta que una noche me cayó en la cara mientras dormía. Diego se burló de mí por tanto tiempo que perdí la cuenta. Cuenta.

—Aurora, preciosura, mi amada esposa y señorita obsesionada con hacer cuentas de todo.

Esas fueron las primeras palabras que Diego me dijo durante nuestros primeros segundos de casados.

Diego.

Los ojos me duelen de tanto llorar y sé que mi cara está roja e hinchada. Pero no me importa. En realidad ya nada me importa. Diego ya no está. Ya no siento su calor junto a mí por las noches; en su lugar, el de mi madre, que estuvo cuidando de mí los últimos cinco días. Ya no escucho el sonido de las teclas de la computadora; en su lugar, la televisión que mira mi hermana, sentada en el sillón de la habitación continua, por si acaso se me ofrece algo. Ya no huelo el olor del café por las mañanas, que a Diego tanto le gustaba; en su lugar solo el perfume rancio de Miranda, la vecina, que viene cada tres horas a traer pastel de carne o cualquier otra comida que se pueda descongelar.

Sólo miro la mancha de aquel panqueque tratando de adivinar qué fue lo que estuvo mal para que Diego decidiera abandonar este mundo. Abandonar esta vida que compartía conmigo. ¿Qué fue lo que yo hice mal?

Me he preguntado lo mismo tantas veces que, de nuevo, he perdido la cuenta.

Me levanto de la cama, por primera vez en días, y miro mi cara en el espejo. Mi cabello está desordenado y mis ojos sumamente hinchados. Tomo mi ropa y llamo a mamá para que venga por mí.

—Si necesitas cualquier cosa, me llamas. Sabes que puedes ir a mi casa si quieres, Ro.

—No me llames así—le repliqué a mi madre. No porque no me gustara, sino porque Diego me llamaba así de cariño.

Y sí, necesito irme de casa cuanto antes, porque cada cosa que veo me hace pensar en Diego. Necesito tomar un baño para el funeral de hoy. Y no me he atrevido a entrar al baño desde aquella vez que entré y...

Comienzo a llorar de nuevo. No puedo estar aquí.

Salgo de casa y me siento en la banqueta, llorando, abrazándome a mi bolsa. Una niña pasa en su bicicleta y me ve por unos segundos, para luego voltear la mirada y comenzar a pedalear más rápido.

Mamá llega en su camioneta Porsche y baja corriendo a levantarme.

¡Aurora, niña ¿Pero qué haces aquí sentada?! Levántate ya.

En el camino mamá me comenta que habrá un velatorio en casa, para que me prepare antes.

Yo me enfado.

—Les dije que no habría velatorio—replico.

—Es lo correcto, hija. Es lo que debemos hacer.

Me quedo callada, molesta. Me doy cuenta que ya ni siquiera sé si estoy molesta por el velatorio o si estoy molesta con Diego.

Llegando a su casa tomo una ducha rápida mientras el agua se mezcla con mis lágrimas. Me pongo un vestido negro y unos zapatos de piso que traía en mi bolsa.

Alguien toca la puerta.

—Hola, querida—me saluda mi padre—. Tu madre quiere que toques a Bach durante el velatorio en una hora.

—No quiero hacerlo.

—Aurora...—toma un respiro antes de continuar—hija, sé qué es duro para ti. Es duro para todos. Pero hazlo por Diego, a él le hubiera gustado que tocaras.

Diario de una fascinaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora