3. De estar encerrada en un cuerpo a estar encerrada en un hospital

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"Querido Eddie

Al final no lo he conseguido, sigo en este mundo echándote de menos, sufriendo por tu ausencia. ¿Qué hacer cuando falla hasta el plan Z? El plan B queda muy lejano, he hecho planes con todas las letras del alfabeto y no me quedan opciones. Estoy perdida sabiendo lo que quiero encontrar, a ti, quiero tenerte aquí o allá, me da igual, pero contigo y ya no encuentro la manera de ser feliz. Ojalá tuviera a mi hermano mayor aquí para aconsejarme, para animarme, para ayudarme a seguir adelante, pero no estás, ya no.

Llevo cuatro días dentro de este sitio inmundo, la comida está asquerosa y todo es insufriblemente blanco. Mi compañero de habitación está enfermo, padece una enfermedad mental un tanto rara así que, me paso la mayor parte del tiempo comiendo techo tumbada en la cama, recordando tiempos mejores, tiempos en los que mamá, papá, tú y yo éramos una familia feliz, sin problemas más allá de las típicas broncas. ¿Que si tengo ganas de irme de aquí? Por supuesto, pero lo de volver a casa tampoco es que me provoque una ilusión tremenda.

Odio a mamá por trabajar tanto, sigue pasando de mí, como siempre. Echo de menos hablar con ella como antes, como aquellos días que llegaba del instituto y le contaba todo lo que me había pasado durante la mañana y lo que iba a hacer por la tarde. La relación con papá ha mejorado, hemos tenido una conversación que no se basaba en un ¿Qué tal? aunque es un poco triste que para ello haya tenido que estar a punto de morir.

Te quiero mucho Ed, mucho".

Abrió el segundo cajón de su mesilla, cogió el mechero y quemó la carta, una vez más se desahogaba en el papel para poder callar cuando le tocase el interrogatorio con la señora Evans, que son todo preguntas a las que ella responde con silencio e indiferencia. Su odio hacia la psicóloga, sin motivo alguno, crecía a cada hora que pasaba en aquel lugar.

Era un sábado gris, nublado, con una niebla espesa que no dejaba ver más allá del aparcamiento del hospital. Deprimente para alguien feliz, un buen día para alguien como Alex ya que el ambiente hacía juego con su interior. El jueves había solicitado el permiso, en el hospital tenían una norma, bueno, una de tantas, que decía que los sábados si le daban el permiso, podían bajar a la cafetería de este, no era el paraíso pero por lo menos no estaba pintada de blanco y la gente no estaba tan loca, o al menos, había más variedad en las locuras o enfermedades. Además, le apetecía tomar café, era una bebida de color negra, oscura, apagada, casi tanto como ella, o como su ropa, y su sabor era amargo. Sin duda, le gustaba el café, y el olor que este desprendía, que le recordaba a las mañanas de domingo, cuando su madre preparaba el desayuno, ella hacía las tostadas y todos desayunaban en familia.

Se vistió con ropa de calle, por fin se quitaba el maldito pijama azul del hospital y se ponía su pantalón vaquero negro, la camiseta de Eddie que llevaba siempre desde el accidente y sus converse favoritas. Volvió a mirar por la ventana y decidió coger una chaqueta, de cuero, le quedaba cuatro tallas más grandes porque también era de Eddie, solo que a diferencia de la camiseta, no la había usado nunca, se la pidió a su madre cuando esta le preguntó que quería que le trajese al hospital. En realidad, lo hizo solo por fastidiar, para que Suzanne tuviera que entrar, por una vez, en la habitación de su hijo fallecido y enfrentarse a lo que esto suponía. "Solo espero que no haya movido nada de sitio" pensó. Le gustaba el desorden de aquella habitación, porque es como si nunca hubiese pasado, como si él siguiese allí. Una vez vestida, abrió la puerta con cuidado de no despertar a su compañero de habitación, y salió de allí. Al llegar a recepción, enseñó el papel en el que se confirmaba que podía salir a una mujer que se encontraba detrás del mostrador, era grande, fuerte y llevaba unas gafas demasiado pequeñas para aquel rostro tan bruto, la recepcionista la vio por encima de estas y movió la cabeza en señal de que podía pasar. Llegó al ascensor, y una vez dentro con la música altamente irritante que siempre ponían de fondo en aquellos asquerosos y claustrofóbicos aparatos, pulsó el número uno y esperó.

En la planta baja hacía frío, había hecho bien cogiendo la chaqueta, se la puso y caminó hasta llegar a dos grandes puertas, encima podía leerse "Cafetería" con letras de color amarillo. Empujó la puerta y entró. No había nadie, era demasiado temprano. Dentro del local olía a café y a bollos recién hechos, como bien había supuesto. Hacía calor y de fondo sonaba jazz suave, las paredes eran acristaladas excepto la que se encontraba detrás de la barra que estaba cubierta de espejos. Caminó hasta el fondo entre mesas y sillas, y se sentó en la esquina, desde donde podía contemplar todo el exterior. Se quedó allí mirando a la nada, con la vista perdida y los ojos brillantes, anegados en recuerdos.

Aquella mañana habían tomado café todos juntos, Eddie sonreía como nunca porque por fin iba a presentar a su novia a la familia, trayendo a ésta a comer a casa. Suzanne estaba especialmente nerviosa, se había pasado la noche en vela cocinando, no tenía ni idea de lo que le podía gustar a la nueva chica de su hijo a parte de, obviamente, su hijo. Y Christian estaba impaciente por conocerla, Eddie siempre había tenido muy buen gusto con las mujeres, en eso salía a él.

-Voy a buscar a Nicole a casa, os va a encantar, lo sé.-Dijo Eddie eufórico.

-Vale hijo, ve con cuidado.

-Nunca te cansarás de decírmelo ¿eh mamá? Que sí pesada.- Y estas fueron las últimas palabras que le escucharon decir al joven.

De repente, una voz la devuelve a la realidad.

-¿Qué va a tomar?

-¿Qué?- Pregunta ella aturdida.

-¿Que qué le pongo?

-Ah, sí, un café y un croissant, gracias.

-Bien.- El camarero se fue hacia la barra, dejando el olor a un desodorante que le resultaba familiar, era, como no, el que Eddie usaba.

Ella se quedó mirando al chico, era joven, de pelo oscuro, alborotado y algo despeinado. Sus ojos eran azules, de un azul intenso que cuando la miraban a través del espejo mientras preparaba el café, parecían calar hondo, tocar el alma. Tenía una fina barba de dos o tres días y una sonrisa encantadora y cercana. Se desenvolvía con soltura en la barra y se movía al ritmo del jazz. Llevaba una sudadera de la universidad, unos vaqueros flojos y unas Nike de lo más rotas. A decir verdad, no tenía pinta de ser universitario, más bien, parecía salido de una película callejera en la que él sin duda sería el protagonista. A continuación, llevó la vista al café y mientras removía con la cucharilla éste, volvió a perderse en el vacío.

La chica de la sonrisa rota.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora