Parte 1

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NOTA: Esta historia se publicó originalmente en la antología Cuando calienta el sol: 10 historias eróticas para remojarse (Café con Leche, 2014). Aquí podéis adquirir el libro original, que incluye mi relato y nueve fantásticas historias eróticas más: http://amazn.to/2wUv89b

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El cielo de finales de agosto es toda una fiesta aquí en el observatorio. Canopus, dicen los astrónomos, y se dan codazos como estudiantes granujientos a la vista de una profesora nueva. ¡Canopus!, dicen los becarios, los voluntarios, los que vivimos con la idea de que cualquier día cortarán la financiación de nuestro proyecto como una mano cierra un grifo viejo que gotea, y se reúnen con prismáticos y botellas de ron miel para subir al monte a las tres de la mañana y emborracharse mirando la única estrella del Hemisferio Sur visible aquí, en el paralelo veintiocho. En la misteriosa isla de La Palma, donde las flores crecen en la cima de los volcanes y te mueres de frío a pocos metros de donde poco antes te asabas de calor. Donde la flora, la fauna y la orografía son tan extrañas que tienes la impresión de haber mirado demasiado tiempo al espacio profundo y haber cruzado, sin querer, a otro mundo y otro tiempo.

Aquí fue donde aterrizó la nave interestelar. Por supuesto, nadie se dio cuenta del hecho, salvo yo. Y nadie más se dio cuenta porque estaban todos en su canópica borrachera nocturna, compartiendo prismáticos y botellas desde la plataforma de observación, metiéndose mano en la oscuridad de la bóveda celeste.

Ya que he decidido abrir este registro para explicar lo que ocurrió, quizás debería aclarar que mi nombre es Vega. Llamarse como la quinta estrella más brillante en el cielo (α Lyr, clase A) y trabajar en la astrofísica supone un reto adicional, lo sé. Sin embargo, en mi relación con las personas supone un mayor problema la dificultad que mucha gente encuentra para catalogarme en el binomio hombre/mujer. Famosos invitados del observatorio se han acercado a besarme en la mejilla para después frenar en seco y ofrecerme la mano. Hay quien se queda parado, sin poder decidir entre una u otra cosa, mientras el tiempo sigue adelante. Es como si yo fuera una singularidad demasiado grande para ellos.

—Disculpa —me susurró un joven astrónomo una vez—. Como el papel del congreso decía Vega, creía que eras una chica.

—Lo soy —le dije, con lo que conseguí que se sonrojara de arriba abajo y que no me prestara atención el resto del evento.

A pesar de estas reacciones, mi aspecto no es para nada extremo. Llevo el pelo corto y peinado con algo de gomina. No tengo ningún piercing. Visto camisetas. Y camisetas. Y camisetas. Alguna camisa, cuando hay que asistir a una conferencia. Pero siempre he tenido la sensación de que hay algo más, algún idioma que no entiendo y en el que el resto de la humanidad se expresa.

Quizá la afectividad sexual tenga algo que ver en ello. Como la mayor parte de la humanidad, he probado eso de mantener relaciones sexuales, pero estas nunca han jugado un papel primordial en mi vida. De hecho, ahora que hago memoria, la última vez que mantuve un intercambio de este tipo fue hace cinco años. Fue con un hombre y practicamos el coito. Digo "fue con un hombre" porque, por mi aspecto, algunas mujeres con inclinaciones sáficas dan por sentado que soy como ellas. Y a lo mejor es verdad, pero también mantuve relaciones con una de ellas y no sentí nada especial. La cuestión, creo, va más allá de nuestras clasificaciones, como las grandes cuestiones del universo.

Dicho esto, volvamos a los acontecimientos de aquella noche. Yo me había quedado en el dormitorio viendo un capítulo de Big Bang, cansada de socializar con los nuevos y de dejar que trataran de meter ficha con todas las investigadoras y becarias del observatorio, que en aquel momento éramos dos. (A partir de cierto nivel de alcohol o de determinadas horas de la madrugada, mi androginia no suponía tanto problema.) No vi ni escuché nada; solo sentí una interferencia en mi cabeza y supe que tenía que apagar el ordenador. Y eso hice.

Permanecí en silencio en la oscuridad, con las piernas cruzadas sobre el edredón de mi cama, hasta que delante de mí comenzó a materializarse algo. Sentí que el ritmo del corazón se me aceleraba. En aquel momento no me planteé si se trataría de un arturiano, un reptiliano o un hombrecillo gris. Llevaba al menos veinte años de mi vida leyendo todo cuanto caía en mis manos de exobiología o ciencia ficción. Llevaba más de siete años consagrada a un proyecto de exploración y cartografía de la Vía Láctea que había conseguido éxitos tales como el descubrimiento de la Nebulosa del Collar. Sabía que lo que me estaba ocurriendo, ese encuentro en la tercera fase, era lo que siempre había deseado.

No sabía que estaba a punto de convertirse en la cuarta fase.

Por mi sensación de vértigo en el estómago y la negrura a mi alrededor, me di cuenta de que no había nadie materializándose en mi habitación; al contrario, yo me estaba desmaterializando para aparecer de nuevo en otro sitio. Y, de la misma forma que uno se despierta en una cama de hospital, yo recuperé la vista de repente sobre una mesa de operaciones.

Alienígenas bisexuales del espacio exteriorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora