Parte 4

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Vi que sus pupilas se abrían y cerraban para enfocarme, como las de un gato, y sentí que algo se despertaba en mi vientre. Era inmenso. Su rostro, su pecho, su pene. Observé una sacudida entre sus piernas y me di cuenta de que tenía cola.

Di un paso atrás. Rigel no se movió, pero pude ver que el pelo del pecho se le erizaba un poco. Movía el hocico: me estaba oliendo. Probablemente, percibiendo y procesando cientos de olores desconocidos para mi cerebro. Las orejas redondas estaban orientadas a mí e hicieron un rápido barrido por toda la estancia.

Cuando decidió que no había peligro, se acercó. Pese a su tamaño, sus movimientos eran suaves. Detecté un asomo de curiosidad en sus ojos, una curiosidad humana y a la vez común a casi todas las especies animadas que yo conocía. Me pregunté si estaría viendo un humano por primera vez y aquello, de nuevo, aumentó mi deseo.

Rigel me olisqueó el cuello y emitió un sonido interrogante. Supe que no podríamos comunicarnos por palabras: no compartíamos lenguaje. En vez de eso, extendí la mano y lo acaricié. Al principio se tensó y, por un instante, temí que fuera a atacarme, pues habría podido arrancarme la cabeza sin esfuerzo. Pero después se relajó y dejó que le pasara la mano por la melena y el rostro. Cuando descendí tímidamente hasta su pecho, él agachó la cabeza y me pasó una lengua cálida y áspera por la muñeca.

Me quedé quieta. Rigel ascendía con la lengua por mi brazo, una lengua casi humana de no ser por su tamaño. Llegó a mi cuello y me atrajo contra él. Noté sus labios húmedos sobre mi piel y su pene, grueso y duro, contra mi vientre y emití un leve suspiro. El pensamiento se formó en mi cabeza antes de que pudiera modularlo:

«Quiero tener sexo con él».

Los gorg no contestaron, pero sentí que estaban pendientes de cada uno de nuestros movimientos. Tomé el silencio por un permiso tácito y, mientras dejaba que el hombre felino me clavara los dientes con suavidad en el cuello, descendí por su barriga velluda hasta tomar su miembro en mi mano. Rigel emitió un gruñido que entendí como una señal de placer. ¿Placer de que lo tocara? ¿Placer de que estuviera receptiva? ¿Podía él leer mis pensamientos, al igual que los gorg? La incertidumbre me excitaba y moví la mano arriba y abajo, deslizando la piel sobre el glande. La erección se volvió increíble, de un tamaño brutal. Rigel comenzó a gruñir contra mi cuello, mientras lamía y mordía.

Yo deslicé la mano hacia abajo y palpé con curiosidad sus testículos. Estaban duros como piedras; podía afirmar, casi con seguridad, que no habían experimentado una relación sexual en mucho tiempo. El saco que los albergaba era cálido y estaba recubierto por un vello corto y suave. De súbito, tuve ganas de sentir su piel con una de las partes más sensibles de mi cuerpo: mi lengua. Me acerqué al pecho de Rigel, saqué la lengua y lo lamí como él había hecho con mi brazo. Llegué a uno de los pezones y lo tomé entre los labios. ¿Le gustaba? Él me tomó con su manaza por la nuca y se restregó mi cara por el pecho peludo; sentí la punta de sus garras en mi cabeza. Le gustaba.

Bajé por el pecho y llegué al ombligo —tenía ombligo, como yo—, el cual despaché con un par de lametones, y me centré en el lugar que quería saborear: aquellos testículos grandes y duros, que me metí en la boca. Primero uno, después otro. Rigel gruñía y jadeaba, en parte animal y en parte humano, mientras me apretaba contra sí. Su pene me golpeaba en la cara y finalmente dejé de succionarle los testículos para tomarlo de nuevo en mi mano y metérmelo en la boca. Tuve que hacer un esfuerzo, pues nunca había tenido dentro de mí una polla tan grande; pero en el momento en que sintió mi lengua sobre él, se volvió loco. Desconozco si su especie híbrida practica este tipo de sexo o si era la primera vez para él. Me agarró la cara y empezó a follarse mi boca mientras yo hacía esfuerzos para no caerme, en cuclillas delante de él; finalmente me puse de rodillas y dejé que entrara y saliera en mi garganta hasta el tope, que era más o menos la mitad del pene. Nunca nadie me había puesto tan cachonda. Hice un esfuerzo por chupar hasta donde me daba la garganta y deslicé una mano entre mis muslos. Estaba húmeda como un manantial que surge, imparable, de lo más profundo de la tierra a la superficie. Introduje un dedo y me acaricié con él mientras Rigel mantenía el control de su polla en mi boca. Cerré los ojos y pensé en la Nebulosa de Orión, con sus micronebulosas y sus cúmulos, en la generación de estrellas nuevas a miles de años luz de la Tierra, y quise llorar, sentí que me mareaba y supe que de seguir así, no tardaría en correrme.

De repente, el prototipo dio un paso hacia atrás. Noté que salía de mí y que su polla húmeda me rozaba los labios antes de apartarse. Lo miré, suplicante; Rigel se agachó a mi lado y noté sus pesadas garras sobre mis hombros mientras me echaba para atrás. Caí sobre mi trasero y sentí el tacto suave de la alfombra peluda sobre la piel. El hombre león deslizó las zarpas sobre mi cuerpo, aplastándolo contra la alfombra. Me tocó el rostro y la boca, que yo abrí para besarle los dedos peludos; me acarició el cuello y probó a frotar las palmas de las manos contra mis pezones. El contacto era directo, seguro, animal, e hizo que yo arqueara la espalda de placer. Empecé a emitir gemidos, y me di cuenta de que Rigel me contestaba. Un jadeo, un gruñido. Dominábamos el lenguaje no verbal. Éramos comunicación pura, no entorpecida por el simbolismo burdo de las palabras.

Cuando Rigel llegó a mi coño empapado, me frotó el clítoris con aquellas manos que casi parecían estar dotadas de almohadillas y me abrió los muslos. Como el fogonazo de un motor de ignición, comprendí de súbito lo que pretendía y calculé rápidamente las probabilidades de acoger un pene de semejante calibre en mi interior. Mi mente no arrojó ninguna respuesta positiva. Sentí un atisbo de preocupación al encontrarme en aquella posición vulnerable con un ser que podría arrancarme fácilmente la cabeza, pero entonces se oyó de nuevo la voz de los gorg en mi cabeza, esta vez más fuerte. Retumbaba como si estuvieran en la misma estancia con nosotros:

Rigel posee un cerebro menos desarrollado que el tuyo, pero no es agresivo. Existen más posibilidades para quienes son como tú, que seguramente conoces.

En este punto debo hacer otro inciso. Antes he dicho que practiqué el coito con un hombre con el que tuve relaciones. Quizás deba aclarar que su pene era extraordinariamente pequeño, pues de no ser así, mi anatomía habría dificultado mucho esta práctica. Tengo lo que se conoce como una vagina corta: a lo largo, apenas mide unos diez centímetros, y está un poco replegada sobre sí misma. Cuando practico el coito, los hombres no suelen poder encajar su pene dentro de mí. Si el hombre es razonable y nos encontramos en un estado de excitación óptimo, solemos introducir solo el glande. Aun así, a veces resulta doloroso cuando se remueven contra mí o sobre mí o debajo de mí, hincando la polla hasta donde casi rebota. El miembro de Rigel era tan largo y grueso, y su actitud conmigo tan instintiva, que tenía claro que no quería pasar por aquello, por mucho placer que pudiera darme.

Detuve al hombre felino cuando comenzaba a acercar sus caderas a mí y levanté las nalgas. Me miró, algo desconcertado, y emitió otro sonido tentativo. Puse uno de los pies sobre su hombro, que estaba caliente, y me moví arriba y abajo. Comprendió. Me dejó caer al suelo y se agazapó entre mis muslos hasta que me tocó el clítoris con la lengua. Yo cerré los ojos con fuerza y dejé escapar un gemido. Nunca me habían hecho aquello. En ciertos aspectos, mi cuerpo era un planeta virgen por descubrir.

Él me tomó por las caderas, abrió más su enorme boca y la pegó a mi cuerpo, como si quisiera tragarse todo mi coño. Tenía las mandíbulas tan grandes que me rozaba las ingles con los labios; sentí el tacto de sus dientes afilados y un escalofrío me recorrió la columna. El sudor me recorría la piel y empapaba aquella alfombra blanca debajo de mi cuerpo cuando Rigel empezó a lamerme. Era un tacto blando y electrizante. Aquella lengua... entre humana y felina, con un toque áspero, era perfecta para mí. Rigel estaba tranquilo, casi relajado, mientras yo explotaba de placer; me derretía como el núcleo de una estrella. Con los muslos sobre sus anchos hombros, me rozaba contra su pelo, hirsuto y suave a la vez. Lo notaba mojado, pero me di cuenta de que solo venía de mí; él no sudaba. Estábamos a lo que seguramente eran más de treinta grados y Rigel no sudaba. Jadeaba un poco contra mí mientras me lamía, con un aliento cálido y seco, pero eso era todo.

La curiosidad se removió en mí como una serpiente y esperé una nueva instrucción de los gorg, pero no llegó. Estaban ahí; podía sentirlos conectados a través de mí, como si oyera sus respiraciones. Sin embargo, no los veía. Todo lo que vi, cuando me incorporé sobre los brazos, fue a Rigel entre mis piernas, restregando la polla contra el suelo alfombrado, agitando la cola con abandono.

Y más allá de sus nalgas, la figura de la mujer reptil.

Todavía estaba quieta, como congelada. Miraba hacia uno de los lados de la estancia y sus ojos amarillos relucían un poco bajo la luz artificial.

Sentí que el coño me palpitaba. Me aparté bruscamente de Rigel y rodé hacia ella. El prototipo lo tomó como un juego y me persiguió; me dio caza de nuevo a apenas un paso de la mujer. Me agarró las piernas y sujetó una de ellas con una rodilla contra el suelo. Sentí otra punzada de temor, pero no: solo quería lamerme de nuevo. Era un gato juguetón, un hombre excitado, las dos cosas. Me estiré cuan larga era y me retorcí debajo de él. Rodamos juntos una vez más y entonces, estiré la mano y rocé el tobillo de la llamada Izar.

Alienígenas bisexuales del espacio exteriorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora