EL CONQUISTADOR DE LA FUENTE DE LA ETERNIDAD

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Sábado, 25 de octubre de 1941:

La búsqueda sigue sin traernos ningún resultado favorable, y ya hemos recorrido prácticamente todo el norte de Sudamérica.

Soy consciente de que para servir al Tercer Reich y al Führer —al que Dios ilumine y guíe en su extensa gloria— no existe ninguna tarea demasiado grande o pequeña. Sin embargo, esto es ridículo. Supersticiones y estupideces: en eso nos basamos para montar una búsqueda en estas frondosas selvas, desperdiciando tropas y una parte importante de nuestras fuerzas para supervisar las ruinas de una cultura netamente inferior a la nuestra.

Este no es el lugar adecuado para el hijo de un héroe de guerra.

Estoy harto...

Diario personal de Hans von Schönfeld,

General de las fuerzas de la SS.

El sol golpeaba con fuerza en sus nucas rasuradas. Los mosquitos, hambrientos y seguramente llenos de enfermedades, no hacían más que revolotear para intentar encontrar un palmo de piel en el que posarse y alimentarse. Una gota de sudor cayó por su mejilla mientras observaba como aquellos hombres de tez oscura excavaban sin descanso ante la vigilancia de los amenazantes uniformes grises. Su porte destacaba en medio de todos ellos, recto y rígido; más como un noble que como un auténtico soldado. A pesar de que su barba, que hacía días que le crecía desordenada, le daba un aspecto de vagabundo, en sus candentes ojos azules se escudriñaba la representación de la autoridad. Era el único que había decidido rehusar a quitarse el uniforme por pura cuestión de orgullo y honor, muy a pesar de que el calor resultaba del todo sofocante. Nadie, ni siquiera su más cercano compañero, se atrevía a cuestionar aquella decisión que había tomado.

Compañero que ahora se acercaba hacia él con motivo de su llamada. Un hombre muchísimo mayor que aquel otro de gran porte y mirada desafiante subía una colina con aire cansado y doliente. Sus manos delicadas, junto con sus pequeñas y redondas gafas, sus arrugas y espalda algo encorvada, le identificaban como un académico muy poco acostumbrado al trabajo de campo. Y finalmente, su piel más tostada y sus cabellos aunque algo canosos, de color entre pelirrojo y castaño, evidenciaban su nacionalidad austriaca.

—¿Algún resultado? —inquirió el individuo de mayor rango.

Su interlocutor sacó un pañuelo ya algo sucio de su bolsillo y comenzó a limpiar sus gafas. Cuando terminó, volvió a colocárselas en la sudorosa nariz.

—Fascinante. Sin duda, todo esto es fascinante.

Impaciente, el militar apretó los puños y tensó los dientes.

—Déjese de monsergas, profesor Leisser. ¿Han encontrado ya la puerta hacia El Dorado o no?

El Dr. Manfred Leisser frunció el entrecejo, luego cerró los ojos y comenzó a suspirar mientras negaba con su cabeza lleno de decepción.

—Discúlpeme, señor. Pero por mucho que me haga salir de las excavaciones y me siga insistiendo con la pregunta, no va a provocar que la puerta aparezca por arte de magia. Tendrá que seguir esperando.

Aquella insolencia le provocó unas enormes ganas de aplastar de un puñetazo su arrogante rostro pero, por desgracia, no podía permitirse aquel lujo. Era un hombre que cumplía con su deber para con el Reich, y el único que podía hablar e interpretar lo que decían los nativos que estaban cavando en todas aquellas ruinas precolombinas.

Sin duda, odiaba todo aquel lugar. Le enfurecía haber sido enviado a perder el tiempo entre unos cuantos escombros a los que a nadie le importaba y le llenaba de ira perderse toda la guerra. Su espíritu joven y sus deseos de lucha se desperdiciaban entre la mierda y el polvo. Un castigo demasiado excesivo para un hombre que solamente se había acostado con la mujer de Heinrich Himmler... claro que, también había cometido la estupidez de hacerlo en su casa y haber sido cazado por éste.

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