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2| Robert

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Viernes 9 de septiembre de 2016

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Viernes 9 de septiembre de 2016


Sé que no estoy bien de la cabeza cuando me encuentro un fin de semana oculto bajo las sábanas, tratando de rememorar un evento que ocurrió hace casi un mes. Para el entrenador Morrison ese quizás es un buen ejercicio de concentración. Para mí, es un desastre en dimensiones colosales, pues no es la piscina ni el tiempo que tardo en recorrerla a nado lo que me mantiene en vilo.

Cierro los ojos de nuevo y tomo una enorme bocanada de aire antes de golpear el colchón y exhalar con brusquedad. La situación se está escapando de mis manos y lo sé porque, por primera vez desde que soy capitán de los Sharks, falté a la reunión mensual del equipo de natación en la bolera. Además, para completar todo, me duele la cabeza y debo apestar a rayos por no salir de la cama desde que me levanté en la mañana.

Desayuno, almuerzo y cena llegaron a la habitación a manos de mis hermanos y por orden de mamá, quien debe creer que pesqué algún resfriado o tengo alguna crisis adolescente, porque, además de un mensaje con un corazón gigante, no me ha obligado a salir. Mamá es un sol por obviar cuestionarme y mis hermanos son demonios —en realidad, solo Richard, pues Susy no tiene ni idea de que está siendo llevada por el camino del mal— por meter una cucaracha de hule en el sándwich del desayuno y llenar la malteada del almuerzo con picante. No quise saber qué tenía la cena, así que mejor la dejé en mi escritorio.

Considero pasar otra hora bajo las mantas, tratando de encontrar una pista sobre la chica de la bienvenida. Sin embargo, decido poner fin a mi letargo y me levanto tomando un abrigo, aún en pijama a pesar de que son las ocho de la noche. No es que haga un frío brutal, pero mi ropa no ayuda y el que parezca drogado tampoco es aliciente. Tomo mi teléfono y las llaves del automóvil, deseando que papá lo haya tanqueado; en este momento, lo que menos quiero es quedarme varado en casa, teniendo todo el tiempo del mundo para pensar.

—¡Voy a casa de Michael, mamá! —grito a la cocina, porque no puedo imaginar otro lugar en que ella esté a esta hora.

Para tener cuatro hijos, mi madre está lejos de cansarse y, aunque parezca exagerado, ella podría vivir frente al horno, la estufa o la nevera preparando postres y comidas que su imaginación no para de crear.

Richard no es redondito por el fútbol, pero puede que Susy jamás pierda sus cachetes hermosos si no deja de robar las galletas de la alacena. Con doce y seis años, mis hermanos han hecho del contrabando de alimentos un negocio estable y puede que un día me canse de sus bromas y decida contarle a mamá de su mercadeo ilícito en la escuela o que el azúcar y el merengue son la razón por la que no duermen en las noches. Por ahora, seguiré conformándome con robar un par de galletas de su olla particular y divertirme al escuchar los cálculos de mamá.

Tal vez, al final, no necesite entregar a nadie y ella sola descubra que parte de su negocio va a parar en las barrigas de sus hijos y no desaparecen por arte de magia.

La no tan ordinaria vida de Tabatha [AUDIOLIBRO DISPONIBLE]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora