Paper Flower

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Nuevamente alguien daba su último suspiro, hecho que había desatado el llanto de los presentes en aquella habitación de hospital, donde un doctor cubría con una fina sábana blanca un pequeño cadáver, la muerte de un niño siempre causa tristeza y rabia, más si ese niño había sido presa de alguna enfermedad, que, de haber sido tratada a tiempo no le habría arrebatado la vida a aquel angelito de ojos magentas que yacía sin vida en aquella camilla.

Y ahí estaba, viendo sin emoción alguna la escena, sus ojos de un blanco azulado sin pupila veían intensamente a los ahí presentes, que lloraban sin consuelo alguno tras la dolorosa pero justa partida del niño. Empezó a levitar hacia los pasillos, evitando tocar a cualquiera que estuviera cerca de su ser, sabía el poder que recaía en sus manos, y obviamente no iba a matar por un descuido a cualquiera que se cruzara en su camino.

O al menos trataría de no volverlo a hacer.

Salía de aquel lugar plagado de enfermos, invisible para todo aquel que tuviera vida, registrando con la mirada todo el lugar, aquel mundo no era como el que había conocido cuando simplemente había existido, empezando su existencia con el absoluto conocimiento, sabiendo que era lo que debía hacer a por el resto de la existencia de todo, hasta el fin de todo aquello que existía.

Encargándose del trabajo más horrible y doloroso que podía existir.

El sonido de una respiración errática le hizo girar la vista, levitó sin duda alguna, debía cumplir su trabajo y llevarle paz a aquel perro moribundo que tenía múltiples heridas causadas con algún objeto punzocortante, tirado en un oscuro, sucio y maloliente callejón sin salida, jadeante, con la vista turbia, sólo bastó con un acto tan sencillo como acariciar su lomo hasta sus orejas para que este simplemente cerrara los ojos, dejando todo dolor atrás, ese era su trabajo, darle tranquilidad y descanso a aquellos que ya no debían estar en ese mundo, aquellos que ya debían descansar por siempre para dar lugar a otros.

Siguió su camino, sabiendo exactamente por donde tenía que ir, sabiendo exactamente donde y cuando localizaría a aquel que portase el color de la muerte, un color que salía de aquella gama conocida por los mortales, un color que ningún ser viviente podría ver, la señal de que podía tocar a esa persona sin haber cometido un acto injusto, sin haber cometido un error contra aquel ser que aún no debía perder lo único que le diferenciaba de una piedra.

Su levitación seguía, la ausencia de sus pies era evidente, al igual que la ausencia de vida en su ser, su piel no se diferenciaba de la luz blanca, y como si fuera un juego para hacerla casi monocroma, su cabello era de un negro azulado. Aquellos ojos que parecían reflejar un limbo recorrieron todo lo que estaba en su campo visual, y casi automáticamente se detuvo, más animales moribundos, todos en una tienda de mascotas que estaba cerca, estuvo a punto de dirigirse hacia ahí, pero al parecer no hacia falta, uno de sus "compañeros" (por llamarle de alguna forma) ya había entrado a ponerle fin a las vidas de aquellas pequeñas bolas de pelo.

Se odiaba, odiaba cada parte de su ser, y de ser posible, su propia existencia le daría arcadas, tenía el poder de arrebatarle la vida a alguien con sólo un pequeño toque, decidía quien moría y quien vivía, hacia infeliz a la gente, misma que decidía acabar con su existencia si les arrebataba a alguien sumamente importante, y como odiaba eso.

Otra cosa que odiaba eran sus pequeños descuidos, porque no siempre deben estarte recordando que matas todo lo que tocas, y si eres un ayudante de la muerte deberías tener muy presente que no debes tocar plantas o animales que parezcan lindos, (a menos que ya les haya llegado su tiempo, claro) y ver que diario solía tocar alguna pequeña florecilla o a algún animalito que decidía merodear a su alrededor era tan patético como lo es ver a un animal caer en una trampa.

La vida de la muerte (Terminada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora